viernes, 5 de febrero de 2016

Más misericordia que liturgias y ofrendas


El gran reto cristiano hoy es aprender a poner toda nuestra actividad a la luz de la misericordia divina, para que se convierta en instrumento y pro­longación de esa misma misericordia divina. 
Para ello es importante que nuestro "deseo" se estructure, unifique y radicalice en la dirección provo­cativa a la que apunta Jesús: «sean misericordiosos (=buenos del todo) como misericordioso es su Padre del Cielo» (Mt 5,48; Lc 7,36). 
San Juan de la Cruz expresó de un modo sublime ese deseo puesto ya en acción: «Que ya sólo en amar es mi ejercicio». Y es que cuando el cristiano se abre al Amor de Dios, disponible y agradecidamente, todo cambia en él: es re-creado, re-fundado, re-hecho. Y, como fruto de esa re-fundación operada por el amor de Dios, el antiguo ser, posesivo y excluyente, se transforma en una casi infinita posibilidad de amor gratuito. Ello hace posible que el hombre pueda ser realmente santo «como Dios» (Mt 5,48) y adherirse íntimamente a Cristo para «reproducir su imagen» (Rom 8,29). 
Pero esa experiencia está llamada también a prolongarse en un obrar como el del Padre y el del Hijo. 
Típico del obrar del Padre es poner ser donde no hay nada, in­clusión en la exclusión, vida en la muerte, misericordia en el pecado, espe­ranza en la inmanencia cerrada, apertura tota en lo pastoral... 
Típico del obrar histórico del Hijo es reali­zar el sueño de Dios sobre el mundo a través del compromiso "sesgado" de su vida en favor de los pobres. Para ser universal, el ágape de Dios y de Jesús se hace apasionadamente "parcial".
La espiritualidad de la misericordia tiene que andar por ahí. Salir del ámbito asfixiante de la legalidad, apartarse de una vida cristiana vivida como mero cumplimiento o bajo la compulsión del deseo, para abrirse al apasionamiento e inventiva del Espíritu del amor. Nos invita a "acurru­carnos" en torno al Espíritu de la misericordia y a dejarnos configurar por él, lo cual equivale a configurarnos con Cristo, convirtiéndonos, como decía san Agustín, en otros tantos Cristos.
Tenemos que atrevernos a pensarnos así siempre, como criaturas amadas y por eso capaces de amar, contra toda otra constatación de lo contrario, y en final de cuentas como otros tantos Cristos. Esa experiencia nos abre al gozo y a la dinamiza­ción personal, dos facetas de las que tan necesitados andamos hoy en día. La Iglesia entera, y dentro de ella cada comunidad y cada cristiano, deberíamos congregarnos en torno a la misericordia, subordinando  y ordenando todo -acciones,instituciones y carismas- a su servicio. 

De ahí la expresión de Juan Eudes: “Somos misioneros de la divina misericordia enviados por el Padre de la misericordia a distribuir los tesoros de la misericordia a los míseros... y para llegarnos a ellos con espíritu de misericordia, de compasión y de bondad” (OC X, 399).
Esa es la única manera que tenemos de hacer presente a Jesús en el complejo, inhumano y deshumanizado mundo de nuestro tiempo: poniendo la misericordia por encima de todas las liturgias y ofrendas. Mejor dicho, expresar, como acabamos se decir, siempre con y desde la misericordia nuestras liturgias, nuestras ofrendas y nuestros servicios.



No hay comentarios:

Publicar un comentario