lunes, 15 de febrero de 2016

Juan Eudes, apóstol y profeta de la misericordia

Apóstol y profeta de la misericordia


A las certezas que hemos venido meditando llegó Juan Eudes a través de diversos caminos, logrando ensamblar una sólida doctrina sobre la misericordia. Podemos, incluso, afirmar que también en esto Juan Eudes fue evangelizado por los pobres. Porque su primer contacto con la misericordia de Dios fue su propia experiencia cuando los episodios de la peste en los que se sumergió decididamente. Allí, al cargar con el dolor de las víctimas, Juan Eudes descubrió y entendió el corazón amoroso y tierno de Dios.
Pero, además, un realista conocimiento del hombre, reforzado por su pesimismo agustiniano, lo hizo concluir que entre el «Dios todo corazón» y el hombre miserable no podía haber más relación que la miseri­cordia; en otras palabras, en la relación de Dios con el hombre y del hombre con Dios «todo es gracia»: «Todas las cosas que están en el orden de la naturaleza, en el orden de la gracia y en el orden de la gloria son efecto de la divina misericordia. Hay tres efectos principales de la misericordia de Dios: el primero es el hombre-Dios; el segundo, el cuerpo místico del hombre-Dios, que es la santa iglesia; el tercero, la divina madre de este hombre-Dios. Todas estas cosas, es decir, todos los estados y misterios de la vida del Hombre-Dios, todos los pensamientos que él ha tenido por nuestra salvación... todos los sacramentos que él ha esta­blecido en su iglesia... todas estas cosas son efectos de la divina miseri­cordia...».
Y de allí Juan Eudes va deduciendo que la misericordia reclama misericordia. Comentando, por ejemplo, aquello de Pablo en Ef 5,1-2 -«sean imitadores de Dios como hijos queridos y vivan en el amor»-, nos advierte con emoción: el Jesús que debemos «formar en no­sotros» es el Hijo del Padre de las misericordias: «El Padre eterno es lla­mado el Padre de las misericordias porque es el Padre del Verbo Encarnado, que  es la misericordia misma». Por lo tanto, también nosotros debemos estar al servicio de la misericordia; la síntesis más plena y hermosa de esta idea es la que tenemos en aquella célebre carta dirigida a sus hijos eudistas: «somos los misioneros de la divina misericordia, enviados por el Padre de las misericordias, para distribuir los tesoros de su misericordia a los miserables, es decir, a los pecadores, y para tratarlos con un espíritu de misericordia, de compasión y de ternura».
Pero, como buen normando, era hombre práctico y temía que todo se quedara en un vago sentimentalismo; sabiamente sintetizó esta preocupación en el pasaje que hemos venido citando: «La misericordia requiere tres momentos: el primero, tener compasión de la necesidad ajena; porque es misericordioso aquel que lleva en su corazón las  miserias de los que sufren; el segundo, tomar la resolución decidida de socorrerlos; el tercero, pasar del querer a los hechos. Nuestro Redentor se encarnó para ejercer de este modo su misericordia con nosotros». O sea, tres cosas le son requeridas a la misericordia si quiere ser auténtica: tener compasión de la miseria del otro, demostrar una voluntad firme de socorrerlo en sus miserias, y pasar de la voluntad al hecho. Por tanto, no significa nada «llevar en el corazón las miserias de los que sufren» si no se tiene la «decidida resolución de socorrerlos»; y si no se pasa de este «querer» a los «hechos».


Evidentemente, en este axioma eudiano hay mucho más que un recurso pedagógico para la memo­rización fácil. Subyace a él toda una espiritualidad. Aquí también la intui­ción del maestro se hizo profecía cultural, adelantando ideas muy caras a la sensibilidad moderna. En el fondo, se nos plantean tres cuestiones prácti­cas, que en realidad son un triple discernimiento del amor verdadero.

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