sábado, 13 de febrero de 2016

Juan Eudes, la kénosis de Jesús y la teología actual

El camino de santidad de Juan Eudes empieza exigiéndole al cristiano que acepte su «nadedad» y renuncie a sí mismo hasta llegar al autoaniquilamiento y vaciamiento radical. Y parece inevitable que a la mentalidad moderna, prometeica y dionisíaca, tan absoluto desposeimiento personal choque y repela. Algunos, incluso, pudieran hablar de inaceptable alienación; y ciertamente será alienación si no se la sitúa en su justa perspectiva evangélica.
El autoaniquilamiento del cristiano sólo puede entenderse desde la kenosis de  aquel Jesús que «en su historia humana, vive el drama de todo hombre que busca a Dios y que sólo puede encontrarle en el don total de sí». Por eso, conviene que empecemos “contemplando” a Jesús, como diría Juan Eudes, en este Misterio de su absoluto anonadadamiento. Porque en éste autovaciamento divino, el barro humano se reconcilió con su verdadero origen y se abrió definitivamente a los horizontes de la santidad.

Para él, como para toda la Escuela Beruliana, el misterio de la Encarnación del Hijo era, en primer lugar, motivo de continua adoración y de sorprendida gratitud. Pero de allí pasa él a deducir, como normal consecuencia, la necesidad de que el cristiano responda a semejante prueba de amor con su propio anonadamiento, pues «si queremos formar parte del séquito de Jesús y pertenecerle, tenemos que renunciar a nosotros mismos. (...) Porque nuestro Señor Jesucristo, nuestra cabeza y nuestro modelo, en quien era todo santo y divino, vivió en tal desprendimiento de sí mismo, anonadó de tal manera su espíritu humano y su propia voluntad, y el amor de sí mismo, que todo lo hizo únicamente bajo la dirección del Espíritu de su Padre; nunca siguió su propia voluntad sino la de su Padre, y se comportó consigo mismo como si en lugar de amarse se hubiera odiado; porque se privó en este mundo de una gloria y felicidad infinitas». 

Sintoniza aquí con el pensamiento de muchos de los grandes teólogos actuales, para los cuales la encarnación Cristo nos habla de aquella misteriosa capacidad de Dios para "vaciarse" de su divinidad, para autodespojarse, para «tomar la condición de siervo pasando por uno de tantos» (Flp 2,7), no simplemente por una opción ascética sino para hacer posible el que nosotros seamos «como Dios». Juan Eudes comenta: «siendo rey de cielo y tierra se hizo pobre para enriquecernos con sus gracias y quiso morir desnudo en la cruz para revestirnos de su gloria».
El autoaniquilamiento de Jesús tuvo una expresión concreta en la pobreza que vivió. Porque esa “pobreza”, real y palpable, no debe entenderse ni como efecto de la ruina económica o de la marginalidad social, ni como resultado de una voluntad de privación. Jesús no fue un pobre en el sentido extremoso del término, ni perteneció a los círculos rigoristas de su tiempo. Ni siquiera identificó su vida con el esfuerzo ascético de Juan Bautista: «Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: "Tiene un demonio". Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe y dicen: "Ahí tienen a un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores"» (Mt 11,18-19). Es cierto que declara, sin equívoco posible, que «el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20), pero esto no guarda relación con una opción de pura ascesis. Simplemente Jesús constata la condición normal de quien está dispuesto a asumir en plenitud el anuncio evangélico (Mt 8,19).
Su pobreza era expresión de algo más profundo y esencial: Dios quería hacerse y ser pobre, renunciando a ser Dios. Y Jesús hace tangible en su propio ser ese empobrecimiento gratuito y voluntario de Dios. Pablo lo manifiesta de manera muy explícita: «Siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como un hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y una muerte de Cruz» (Fil 2,6-8).
El Señor no «renuncia a ser Dios» sino por la ternura de su amor. La pobreza de Jesús no consiste en haber asumido un estilo de vida pauperístico, como si la escasez y la penuria fuesen un bien en sí mismas. Ningún bien -incluidas las cosas materiales- es malo en tanto haga bueno al hombre. Así las asume Jesús. Su pobreza estriba en que, al despojarse de su divinidad, se humaniza tanto, que se vuelve irreconciliable con aquellos que divinizan su vida, su salud, su poder temporal, su influjo social, o, incluso, su ascendiente religioso. De este modo Jesús pone en evidencia que la dignidad del hombre -imagen y semejanza del mismo Dios (Cf. Gén 1,27)- no depende de lo que tiene, sino de lo que puede llegar a ser: «¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido?» (Mt 6,25); su grandeza no consiste en una cierta esclavitud religiosa, sino en la entrega de su libertad a aquel Dios que lo hizo libre: «El sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27; cf. 1 y ss.).
La pobreza esencial de Jesús estriba en el hecho difícilmente concebible de que ha vivido todo su ser divino de manera plenamente humana: siendo el Verbo de Dios, «acampó entre nosotros» (Jn 1,14). Por así decirlo, renunció a ser Dios para sumergirse en la miseria de la vida mortal, en la oscuridad de las esperanzas frustradas, en el seno mismo del barro humano, apareciendo «en su porte como un hombre» más (Fil 2,7). Tanto que «el mundo no lo conoció» (Jn 1,10).
Pero Jesús no se contentó con hacerse uno de nosotros, sino que quiso también ser el último de entre nosotros. Su autovaciamiento fue radical. Siéndolo todo, dejó de ser todo al hacerse humano. La encarnación constituyó el primer paso hacia ese vaciamiento total. Habitualmente hablamos de la "Pascua" - el paso- de Jesús en un sentido triunfalista, refiriéndola sólo al acontecimiento de su Resurrección: su «paso al Padre». Olvidamos que él vivió antes una primera Pascua, una Pascua de descenso, un paso nada triunfal al hundirse en el mundo pobre de nuestra condición humana: «Salí del Padre y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y retorno al Padre» (Jn 16,28). Con razón, Schillebeeckx pudo calificarlo de "Antimesías".
El paso de Jesús por este mundo fue bien fugaz. Otros fundadores de religiones -Buda, Confucio, Mahoma- saborearon el éxito. En algún sentido, murieron realizados. Les dio tiempo a consolidar su obra. En el caso de Jesús, en cambio, todo se precipitó: apenas unos años, tal vez sólo unos meses, de actividad pública y, enseguida, en plena juventud, llega el final. Un final que no admite maquillaje: sufrió la muerte que todos procuraban evitar, la más humillante. Una muerte cruel, tensamente negociada entre el poder religioso y el político. Pero lo más llamativo es, tal vez, el escaso séquito que subió con él al Gólgota. Es un dato que nos remite a un amplio fracaso previo. El evangelista Marcos no tendrá reparo en constatar: «Y abandonándolo huyeron todos» (14,50). La ejecución fue el último eslabón de una cadena de rechazos a la que se engancharon hasta sus más cercanos seguidores.
J. Moltmann, uno de los grandes teólogos contemporáneos que han dedicado páginas emocionadas al grito final de Jesús, escribe: «El grito de muerte de Jesús en la cruz 'es la herida abierta' de toda teología cristiana, pues, consciente o inconscientemente, toda teología cristiana responde a la pregunta con la que murló Jesús para dar un sentido teológico a su muerte». Insiste en que, aunque el justo del salmo 22 termina con una oración de acción de gracias porque ha sido salvado de la muerte, eso no ocurrió en el Gólgota. Y recuerda que manuscritos más antiguos del evangelio de Marcos ofrecen versiones aún más fuertes: «¿por qué me has entregado a la ignominia?» o «¿por qué me has maldecido?». Moltmann concluye que «el abandono de Dios fue la última experiencia de Dios del Crucificado en el Gólgota...». Y, aunque lo que ocurrió entre Jesús y su Dios en el Gólgota es su secreto personal que debemos respetar, no podemos sino asumir la gran paradoja: Jesús murió la muerte del Hijo de Dios abandonado por Dios. Aquí estuvo el clímax de la kenosis del Hijo.
Los datos llegados hasta nosotros reflejan tensión y dramatismo. Marcos, el primer evangelista que contó lo sucedido, nos legó unas pinceladas bien elocuentes: «... cayó en tierra y suplicaba que, a ser posible, pasara de él aquella hora» (14,35); sintió «pavor y angustia» (14,33); lanzó un «fuerte grito» (15,37); y la gran pregunta final: «Dios mio, Dios mío ¿por qué me has abandonado?» (15,34). Apoyado en este estremecedor relato, Bultmann aventura la posibilidad de que, al final, Jesús «se derrumbase». Nunca lo sabremos. Pero parece cierto que la muerte de Jesús no fue un pasar suavemente al Padre. Dios pareció comportarse como un ausente. A esta ausencia de Dios se refiere Bonhoffer cuando constata que Jesús murió «ante Dios y sin Dios». Y Pannenberg, con fuerza y atrevimiento, llega a decir que Jesús murió como un "excluido", sumergido en una profunda crisis relacional con Dios. Probablemente está en lo cierto. Jesús no encontró en sus últimos momentos el consuelo de quien experimenta a Dios cercano y de su parte. Es bien significativo que no se dirija a él con la expresión familiar y confiada de siempre: "Abba". Es posible que experimentara la "noche oscura", tan evocada posteriormente por los místicos cristianos.
De hecho nunca sabremos cómo vivió Jesús su final. A lo mejor, como escribe K. Rahner, se le hizo presente «todo lo que hace de la muerte algo horrible... el sufrimiento corporal, la tremenda injusticia a que se le somete, el odio y mofa de los enemigos, el fracaso de toda una vida, la traición de los amigos...».
Pero es necesario ofrecer todos los datos. El grito «Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?» es el comienzo del salmo 22, un salmo de sufrimiento, pero también de esperanza. Ahora bien: citar el comienzo de un salmo equivalía a citar el salmo entero. Al poner pues, en labios de Jesús moribundo el primer versículo de este salmo, Marcos quiere significar que murió en el espíritu del salmo entero que es de sufrimiento y esperanza. No podemos pensar, entonces, que Jesús acabara sus días sumido en la desesperación.

De allí el profundo sentido que el P. Eudes tuvo siempre del camino de Cristo como camino que, partiendo de aquella radical kenosis, se dirige a la Vida pasando por la cruz. Porque la cruz fue el puente definitivo que debió cruzar Dios para acercarse al abismo de la miseria humana.

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