domingo, 7 de febrero de 2016

Juan Eudes: La autorrenuncia, que nos acerca a Dios


Juan Eudes, ha subrayado el P. Milcent, hizo un buen día opción por la misericordia y esta opción marcó definitivamente su vida, su obra y su palabra[1]Pero hay que decir también que, antes de hacer su opción por la misericordia, Juan Eudes había hecho otra opción fundamental.
Porque, desde aquellos lejanos tiempos de su infancia y su consagración a la Virgen, Juan Eudes había aprendido a vaciarse de su ego para abrirse a Dios y a todo lo que Dios entraña y significa, con la convicción hecha vivencia de que «sólo Dios basta» (santa Teresa). 

Ésa fue la escuela primaria de su aprendizaje en santidad. Allí se hizo un hombre de Dios y maestro de hombres. Allí encontró su respuesta a la gran pregunta de la humanidad: «qué es el hombre».
Hay quienes han pretendido encontrar la respuesta a esta pregunta en la enumeración de las propiedades de la naturaleza humana: lo que identifica al hombre sería, sobre todo, su capacidad de razonamiento, como culmen de una cadena de seres que desde el mundo inorgánico asciende hasta el animal dotado de razón.
No negamos validez a este tipo de explicaciones, pero la originalidad humana debemos buscarla en algo anterior a todas sus propiedades. No puede consistir en un simple añadido a la naturaleza en cuanto la comparte con el resto de seres. Debe ser una originalidad que afecte a su misma esencia de hombre. En la cadena de los seres hay un salto cualitativo que no se puede obviar: las cosas solamente “son” mientras que el hombre es mucho más, porque “existe”.
El ser humano no es el simple resultado de un proceso natural, ni un mero agregado de elementos, sino el destinatario de un acto que reclama una respuesta. Llámesele vocación o condena, descríbaselo como llamada o como tarea, poco importa: lo fundamental es que el hombre para ser «humano» tiene que recibir el ser, hacerlo suyo y ejercitarlo.
En lenguaje cristiano decimos que el hombre no es el mero resultado de un proceso natural sino la síntesis de un don y una tarea. Como “don”, tiene unos “antecedentes” -herencia biológica, cultura, situación, circunstancias- de los que el progreso de la especie y su desarrollo personal lo irán liberando, pero sin que nunca pueda prescindir totalmente de ellos. Como tarea debe realizarse a sí mismo, configurar libremente el “don” con el que nace; o sea, construir con esa naturaleza recibida un destino personal. Sólo así puede existir «humanamente».
De ahí la pregunta que surge en el propio hombre cuando toma conciencia de lo más profundo de sí mismo; ya no es simplemente «qué soy yo» sino «¿qué va a ser de mí?»; o, como anota Zubiri, «¿qué voy a hacer de mí?». Porque, en síntesis, el hombre no es fruto del azar sino un regalo de un amor que exige responsabilidad y respuesta.

En camino a la autorealización
Cada quien responde con las múltiples opciones y acciones de que consta su vida. Con ellas construye, en concreto, su destino. Pero todas estas acciones se inscriben en un horizonte, requieren una orientación que las organice y les de sentido. Tal horizonte, orientación y sentido viene abierto y marcado por la respuesta personal a aquella «llamada a ser haciéndose» inscrita en su esencia misma de hombre. Se trata fundamentalmente de autorrealizarse pero en congruencia con un «más allá» al que siempre está tendiendo.
Ciertamente, en el horizonte de la autorrealización de todo ser humano se encuentra siempre lfelicidad, con la que sueña y a la que tiende. Pero si intentamos llenar de contenido esta palabra mágica descubrimos que ella sólo se logra cuando se alcanza la plenitud por la que el hombre suspira, plenitud que nadie ni nada en este mundo se la puede conceder: está más allá de sí mismo y de las limitaciones en las que debe realizarse. En otras palabras, esa felicidad, que es objeto de la opción fundamental del hombre, no es sino otro nombre de Dios. 

Como anotaba Blondel:
«La opción fundamental subyacente a toda acción es implícitamente una opción referida a Dios que trabaja al hombre en su interior». Porque Dios no es alguien que nos ayuda desde afuera, sino que nos construye desde dentro de nosotros mismos, hasta el punto de que podemos afirmar que Dios es y se hace Dios desde dentro de cada uno de nosotros. 
Por tanto, la búsqueda de la felicidad es siempre respuesta a una invitación anterior que la origina, a un hecho fundante que la hace posible. En el fondo se trata de una «invitación a ser» en el encuentro con Dios pues sólo allí puede satisfacer su búsqueda. Claro está que el hombre puede responder tratando de acallar esa voz que resuena en lo más hondo de su conciencia. Para ello, o se instala en la indiferencia haciéndose insensible a los requerimientos de la condición humana, o trata de “drogarse”, sea entregándose obsesivamente a la acción, sea dejándose arrastrar por cualquier desenfreno. 

Ahora bien, aunque aparentemente consiga evitar así la opción definitiva, de hecho su «no querer ser» es, en definitiva, un «optar por no ser» (Blondel), una opción por el vacío. Ni siquiera con el suicidio escapa el hombre a la necesidad de optar por Dios ya que ese instinto de aniquilamiento es sólo una opción negativa.
También puede responder rechazando la «invitación a ser». Es lo que nosotros llamamos ateísmo, increencia, y que algunos, con Kierkegaard, nombran desesperación. Puede realizarse bajo dos formas: o rechazando desesperadamente la posibilidad de que haya salvación, o pretendiendo salvarse a sí mismo con sus propios recursos; en otras palabras, desesperar por presunción o por terquedad.
Pero hay también una tercera forma de respuesta que es la que los cristianos designamos como aceptación. Su rasgo central es la acogida y el reconocimiento de aquella Fuerza que «hace ser», lo cual implica «aceptarse de sí mismo» (Guardini) como un don gratuito que nos envía a la existencia; es la confianza absoluta con la que nos entregamos al impulso divino, que está dentro de nosotros pero que viene de lejos y de fuera. Por ella, el hombre se vacía de su yo soberbio para acoger y hacer suya la realidad de su origen trascendente. Aquí está el por qué y el para qué de la auto renuncia tantas veces exigida, entre otros, por Juan Eudes: “nada somos, nada podemos, nada tenemos  excepto el pecado”. Como Jesús, en la etapa postrera de su vida humana.
Y aquí entroncamos de lleno con el pensamiento eudiano, como veremos en próximos posts.



[1] MILCENT P., Saint Jean Eudes, un artisan du renouveau chrétien au  XVII siècle....

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