jueves, 18 de febrero de 2016

En camino hacia la espiritualidad eudista de la misericordia

Tener misericordia es saber recibir al «otro», quienquiera que sea y como sea, sin condiciones, tal como es, diferente, y no sólo según la imagen que uno se hace de él. Se trata de dejarlo ser él mismo. 
Evidentemente, esto no resulta nada fácil: es una experiencia ardua, exigente y desgarradora, que pone en tensión lo más profundo e íntimo del propio ser y supone una gran calidad de vida. 
Como don de Dios, entraña un largo camino de liberación interior, que pone a prueba las articulaciones más profundas del hombre, sus paradojas y luchas, sus esperanzas e incertidumbres. Sólo se llega a ella después de haber renunciado al propio yo para adherirse a Jesús. “Nada somos, nada podemos, nada valemos....” diría Juan Eudes. Porque si queremos llegar a ser «capaces de Dios» debemos empezar por aceptar que siempre hay que estar aprendiendo a dejar que Dios sea Dios, que sea de veras él mismo y que influya en mi propia vida siendo eso Otro, siendo lo que es él mismo, Miseri­cordia esencial y amor gratuito
Se trata, en síntesis, de dejar entrar en mí a Dios como Dios, como el completamente Otro y no solamente como mi «diosecito» de uso particular. Aunque suele suceder que cuando Dios entra, la vida se nos complica tremendamente. Pero esa complicación tiene su sentido pleno y su valor absoluto.
La autorrenuncia, al estilo de Juan Eudes, en cuanto actitud existencial, entraña una apertura total al don de Dios, exige un espacio interior, abierto, libre y receptivo, y empuja a un compromiso serio, real, histórico. Es decir, implica una receptividad total que, en cuanto muerte a uno mismo, hace germinar una vida nueva al ciento por uno. Por eso mismo es la única experiencia que hace posible una auténtica misericordia. 
Efectivamente, es en ese palpitar del amor profundo y de la vida ueva ndonde se realiza la misericordia, porque es ahí donde se da el encuentro personal y definitivo con el Dios-Amor, el Dios-Vida, el Dios-Gracia. Así lo había descubierto el apóstol Juan cuando pudo escribir en el Evangelio:
«En aquel día conocerán Uds. que yo estoy en el Padre y que ustedes están en mí y yo en ustedes... Si alguno me ama, observa mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él ye estableceremos en él nuestra morada» (Jn 14,20-2
De ese modo, el amor de Dios genera en nosotros no sólo un movimiento que nos lleva a entroncar vida e imaginación activa, sino también todas las dinamizaciones históricas de que seamos capaces como individuos, comunidades e Iglesia, en el proyecto de Dios: la inclusión en la fraternidad vivida desde y hacia la inclusión en la filiación. Ese mismo amor nos hace conscientes de que cual­quier otro entroncamiento, no sólo el que sirve a sistemas patentes de ex­clusión (personales o estructurales) sino también aquel que articula proyec­tos "buenos" al servicio de subjetividades enfermizas, carece de calidad espiri­tual y no vehicula la salvación de Dios. Realmente, sólo el amor-misericordia es digno de esperanza, como sólo él es digno de fe.
De ahí la importancia de que toda nuestra actividad se sitúe bajo la luz de la misericordia divina para que se convierta en instrumento y pro­longación de su actividad salvadora. De ahí también la importancia de que nuestro "deseo" se estructure, unifique y radicalice en la dirección pro-vo­cativa a la que apunta Jesús: «sean misericordiosos (=buenos del todo) como misericordioso es su Padre del Cielo» (Mt 5,48; Lc 7,36). 
San Juan de la Cruz expresó de un modo sublime ese deseo puesto ya en acción«Que ya sólo en amar es mi ejercicio». Y es que, como lo decíamos en un blog anterior, cuando el cristiano se abre al Amor de Dios, disponible y agradecidamente, todo cambia en él: es re-creado, re-fundado, re-hecho (Cfer. Juan Eudes). Y, como fruto de esa re-fundación operada por el amor de Dios, el antiguo ser, posesivo y excluyente, se transforma en posibilidad de amor gratuito. Esto hace posible que el hombre pueda ser realmente «como Dios» (Mt 5,48) y adherirse íntimamente a Cristo para «reproducir su imagen» (Rom 8,29).
Pero esa experiencia está llamada también a prolongarse en un obrar como el del Padre y el del Hijo. Típico del obrar del Padre es poner ser en la nada, in­clusión en la exclusión, vida en la muerte, misericordia en el pecado, espe­ranza en la inmanencia cerrada... Típico del obrar histórico del Hijo es reali­zar ese sueño de Dios sobre el mundo a través del compromiso "sesgado" de su vida en favor de los pobres. Para ser universal, el ágape de Dios y de Jesús se hace apasionadamente "parcial".
La espiritualidad de la misericordia tiene que andar por ahí. Salir del ámbito asfixiante de la legalidad, apartarse de una vida cristiana vivida como mero cumplimiento o bajo la compulsión del deseo, para abrirse al apasionamiento e inventiva del Espíritu del amor. Nos invita a "acurru­carnos" en torno al talante de la misericordia, a dejarnos configurar por el Espíritu de la misericordia que es configurarnos con Cristo.

Tendríamos que atrevernos a pensarnos así siempre, como criaturas amadas y por eso capaces de amar, contra toda otra constatación de lo contrario. Esa experiencia abre al gozo y a la dinamiza­ción personal, dos facetas de las que tan necesitados andamos hoy en día. La Iglesia entera, y dentro de ella cada comunidad y cada cristiano, tendrían que hacer corro en torno a la misericordia y subordinarlo todo, ordenarlo todo -instituciones y carismas- a su servicio. Esa es la única manera que tenemos todo de hacer presente al Se­ñor Jesús.

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