miércoles, 24 de febrero de 2016

La solidaridad en el pensamiento eudista

El mensaje de Jesús no consiste en un delirio romántico, o en una hipertrofia del amor. Al contrario, su mensaje entraña también una moral muy exigente y radical; pero una moral cuya motivación última es la de «ser misericordioso como Dios es misericordioso»  (Mt 5, 48; Lc 6, 36; Ef 5,1).
Sólo desde esta perspectiva se entiende aquel «ama, y haz lo que quieras» de san Agustín. En realidad el cristiano no obedece a Dios, sino que se identifica con Dios, «practica a Dios», en audaz expresión de Gustavo Gutiérrez.
El tema de la «imitación de Dios» es conocido en la filosofía moral griega, pero en la boca de Jesús recibe un sentido propio, que procede de su peculiar experiencia de Dios. Ya no se trata de identificarse con la “Palabra” que rige imperturbable el curso de la natura­leza, sino con un Dios-amor que irrumpe gratuitamente en la historia para comunicar su vida, ante todo como esperanza y liberación para quienes más sufren. Se trata de «ser como» ese Dios, que se expresa como gratuidad, como salir de sí mismo para construir una humanidad solidaria y fraterna. Por eso, la cumbre de la moral de Jesús reside en la no-violencia y en el amor a los enemigos (Mt 5,38-48). La misma pro­gresión literaria de las seis antítesis del Sermón del Monte (Mt 5,21-48) muestra claramente que aquí culminan las exigencias morales de Jesús. El amor a los enemigos es el más gratuito y desinteresado, el más misericordioso, y, por eso mismo, el que más nos identifica con Dios; es el amor que nos hace hijos de Dios (Mt 5,43-48).
Parece que en este último caso Jesús pide algo imposible y no es ahora el momento de desarrollar en qué consiste el amor a los enemigos. Baste decir que, en efecto, Jesús pretende inver­tir una tendencia humana muy arraigada, una ley que ha presidido la evolución de toda la vida desde sus formas más elementales: la ley del más fuerte y del cálculo intere­sado a partir del propio yo. 

Jesús sustituye la ley del más fuerte por la solidari­dad con el débil, y quiere introducir el principio del amor gratuito en las relaciones humanas: a partir de Jesús la gratuidad dejará de ser una locura para convertirse en nota esencial de cualquier amor verdadero. Esto es lo que se ha llamado la «mutación mesiánica», el salto cualitativo que introduce Jesús, el don del Padre y la fuerza del Espíritu; es la expresión, en la moral humana, de la realidad nueva del Reino de Dios como Reino del amor del Padre, convertido en principio nuevo de actuación. Dios no nos ama por lo que somos sino que nos ama para que seamos.
Las consecuencias son obvias: estamos llamados a abrir siempre un margen de confianza a las posibilidades personales de todo prójimo, hasta del aparentemente más envilecido -la prostituta, el drogadicto, el malandro, el delincuente…-, porque esto es respetar su libertad y dignidad como Dios respeta a cada uno de sus hijos. Dios no nos espera para juzgarnos sino para manifestar sin velos su amor. Dios es puro amor y, por tanto, el hombre no será juzgado por ninguna norma ex­terna, sino que él mismo, con su libertad, puede crear las referencias que le juzguen. Por eso Jesús nos exhorta a que -en nuestra actitud más profunda- amemos incluso al enemigo y no juzguemos para que tampoco nosotros seamos juzgados (Mt 7,1-2).
Nadie ha proclamado exigencias más altas de amor gratuito que Jesús; nadie en Is­rael mostró mayor cercanía a los pecadores, hasta provocar el escándalo de los guar­dianes del sistema; nadie infundió una esperanza más grande a los pobres. Pero tam­poco nadie condenó con mayor fuerza la violencia de los poderosos que oprimen al humilde, al pequeño, al indefenso, al ignorante (Mc 10,42-45); ni nadie denunció con mayor claridad a una clase sacerdotal corrupta; ni nadie fue más duro con las autoridades doctrinales que usaban a Dios en beneficio propio imponiendo cargas insoportables a la gente. En la medida en que Jesús habla con singular radicalidad de un Dios que es puro amor gratuito  (“Gracia”), saca a la luz, y combate, con igual radicalidad, la violencia social, doc­trinal y religiosa, que es la negación histórica del Reinado de ese Dios.
Aquí tocamos de nuevo la idea matriz del pen­samiento eudista: la autorrenuncia, el salir del propio amor, del querer e in­terés personales... La realidad a que alude el Juan Eudes no ha pasado de moda en absoluto: sigue siendo muy real la necesidad que tenemos de autoliberarnos de nosotros mismos y de nuestras potentes au­tocurvaturas, si es que realmente queremos hacer posible el verdadero Amor; un Amor que pide la múltiple fecundidad del amor. 

No significa esto caer en cierto voluntarismo pelagiano sino enten­der que hemos de corresponder a la Gracia. Porque es ella la que obra en nosotros esa maravilla que Juan Eudes llamaba la nueva creación, por tanto no como mejora de algo ya preexistente[1] sino como re-fundación en el Amor para el amor.
Juan Eudes estaba consciente de que el amor misericordioso de Dios nos re-funda radicalmente, no por parcheo de lo que ya somos sino por comunicación gratuita de lo que de ninguna manera somos nosotros[2]. Esa es la razón por la que la existencia cristiana se experimenta en el fondo como una ex-sistencia, algo que nace de Otro y se vive desde Otro. Como lo fue la experiencia de Jesús con respecto a su Padre. Acercándonos a lo que los teólogos y psicólogos actuales denominan la alteridad, o se la entrega al otro.

[1] O.E., 2a. ed., p. 346.
[2] O.E., Ibidem.

No hay comentarios:

Publicar un comentario