San Juan Eudes alimentaba su
esperanza en la palabra de Jesús, que ilumina todo duro contexto histórico y
nos impulsa a transformar la historia que estamos haciendo. Por eso su mensaje
tiene especial sentido en estos comienzos de siglo, cuando tantas cosas deben
cambiar si la especie humana quiere de veras sobrevivir y superar con dignidad
los desafíos que la cercan. Y es que, cuando la
barbarie parece haber alcanzado las cotas más altas de inhumanidad, una opción
espiritual que hace de la misericordia su columna vertebral parece tener mayor
significado y un alcance especialísimo.
Quizás por eso mismo
el papa Francisco quiso establecer este Año de la Misericordia que ya está
llegando a su fin. Cabe que cada uno de nosotros se pregunte: ¿realmente ha
significado para mí este año un crecimiento en el sentido, el compromiso y el
testimonio de la misericordia como nos la enseño Jesús?
Juan Eudes, hoy más que nunca, nos
recuerda que los cristianos hemos de contribuir, con el anuncio y la denuncia
evangélicos, a un giro de conducta deseable a nivel de humanidad, a fin de
que cada cristiano se pregunte hasta qué punto es cómplice de esta
historia humana deplorable y en qué medida debe contribuir, con su compromiso
personal, a que la historia enderece su rumbo, se haga más humana, y supere su
divorcio respecto al plan de Dios.
Esto solamente puede lograrse, hoy
por hoy, con una opción decidida por la misericordia al estilo de Dios. No
es aventurado, entonces, afirmar que la última opción que le queda al hombre,
en su lucha por subsistir sobre la tierra, es la del amor.
Urge, por lo tanto, un cambio
radical de paradigma. Bertolt Brecht, siempre lúcido, exclamaba: «¡Hay
que cambiar este mundo, y luego cambiar este mundo cambiado!». Volver
a buscar el sentido de la vida; tantear cierto equilibrio entre el saber y el
obrar; descubrir las leyes que iluminen la inteligencia y den calor al corazón;
nostalgias metafísicas, misteriosamente luminosas, son ascéticas que proponen
los místicos sin descanso.
Por tanto, si «ser humano
significa vivir en un mundo, o sea, una realidad que esté ordenada y dé sentido
a la vida»1, hay que salir en busca de ese sentido precedente, descubrirlo,
acogerlo, vivir de él, confiarse a él y, desde él, hacer la vida, viviéndola
como don y como tarea2. Esto implica una actitud de apertura esperanzada hacia
el futuro. Tal vez sea tiempo ya de que todos los hombres aprendamos, con el
filósofo Foucault, a «entender siempre el presente como producto del
pasado y como sementera de lo nuevo». Y en tal aprendizaje buen
maestro resulta san Juan Eudes.
Tal confianza absoluta en Dios, por un lado, y
en la vocación del hombre a convertirse en un viviente, por el otro, no permite
ningún relativismo moral; sólo nos manifiesta la gratuidad de una llamada que
no depende de ningún privilegio personal u orientación particular. Es una
invitación que nos lleva al reconocimiento de la igualdad constitutiva entre el
hombre y la mujer, entre las diferentes culturas de nuestro mundo y a la
comunión con el universo. Lo cual permitirá que se hagan realidad aquellas
palabras de Juan Eudes cuando afirma: «el mundo de la nueva criatura es
un mundo de gracia, de santidad y bendición, con bellezas y delicias
infinitas»3.
1 P. Berger, ibid., 63.
2 Ver H. Marcusse - K. Kopper - M. Horkheimer, A la búsqueda del sentido, Sígueme, Salamanca, 1978
3 San Juan Eudes, Ibid., p. 339.
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