lunes, 7 de noviembre de 2016

¿Qué es el hombre? Barro y Gracia

Importa, desde la perspectiva eudiana, replantearnos la cuestión fundamental: ¿qué es el hombre? Porque ello nos permitirá captar mejor ciertas intuiciones relevantes de su espiritualidad.
Y es que, como insiste con razón Karl Jaspers, «la imagen del hombre que tenemos por verdadera se convierte ella misma en un factor de nuestra vida que decide sobre nuestro modo de comportarnos con nosotros mismos y con los demás, sobre nuestras opciones y nuestros ideales». 
Así, desde siempre el hombre se ha esforzado por iluminar su propio enigma. Los más remotos documentos religiosos y filosóficos giran ya en torno a aquella famosa frase que, según Linneo, caracteriza al homo sapiens: «conócete a ti mismo».
¿Implica esto que el enorme progreso de nuestro tiempo ha descifrado ya el código «hombre»?... Podemos responder con la constatación humilde de Bertold Bre­cht: «Hace tiempo que nadie sabe ya qué es el hombre». Y es que el hombre sigue siendo una incógnita para sí mismo: quizás sepa lo que no es, pero dista mucho de descubrir lo que sí es; como dijera Martín Heidegger, «ningún tiempo ha conocido tanto y tan variado sobre el hombre, como el actual (...). Pero a ningún tiempo le ha parecido el hombre tan enigmático, como al nuestro». 
Para demostrarlo están las enormes distancias que existen entre las diversas ideologías en boga, cada una con su propia concepción y paradigma de hombre.
Es esto lo que descubre el hombre cuando se pregunta a sí mismo por su identidad más profunda: se percata de que es, simultáneamente, barro y cielo, luz y oscuridad, pecado y gracia, como lo sibraya con insistencia san Juan Eudes. Que las fronteras entre el mal y el bien no están fuera de él sino dentro.
Agustín de Hipona se preguntaba: «¿quién eres tú?»; y respondía con esueta seguridad: «un hombre»[1]. Pero ante la muerte de un amigo querido que era para él la mitad de su alma y a quien había amado «como si no hubiera de morir», se siente cuestionado de la forma más radical y confiesa: «Me convertí en un enigma para mí mismo y preguntaba a mi alma: ¿por qué estás triste?, ¿por qué te conturbas? Pero no teníamos respuesta»[2].
Eco de este cuestionamiento es, sin duda, la página de Pascal en la que, junto a su radical interpelación, aparece una de las más hermosas definiciones del ser humano: «¿Qué quimera es, pues, el hombre? ¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué su­jeto de contradicciones, qué prodigio! Juez de todas las cosas, imbécil gusano de la tierra; depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y excre­cencia del universo. ¿Quién desenredará este embrollo?... Conoced, pues, soberbios, qué paradoja sois para vosotros mismos. Humillaos, razón impotente; callaos, natura­leza imbécil, aprended que el hombre supera infinitamente al hombre y escuchad de vuestro maestro vuestra condición verdadera que vosotros ignoráis. Escuchad a Dios»[3]
A esta misma realidad alude el salmo 8, cuando la contemplación de la naturaleza en toda su belleza le hace surgir la pregunta por el hombre y la orienta hacia Dios como su única respuesta: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estre­llas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que te ocupes de él? Lo has hecho poco menos que un dios...».
El hecho mismo de que se formule la pregunta «¿quién soy yo hombre», el cues­tionamiento que expresa, patentiza para el hombre, como núcleo desde el que cons­truye su propia originalidad, una desproporción interior, una distancia en relación consigo mismo que se formula en los símbolos, las imágenes y los conceptos más variados. El hombre es frágil como el barro, es perecedero como flor del campo, pero es alguien de quien Dios se acuerda, de quien Dios se ocupa, dice el salmista, porque lo ama. Y porque lo ama, lo ha creado para la vida plena, definitiva: ”Nuestro Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos”. 
Ese hombre, surgido así de las entrañas creadoras de Dios, es realismo y utopía, afirmación que se impone y problematicidad radical, cuerpo y alma, interioridad y exterioridad, objetividad y subjetividad. «Síntesis (activa) de infinitud y finitud, de tiempo y eternidad, de libertad y necesidad»[3]. Ese hombre, como resume admirablemente Pascal, «supera infinitamente al hombre».
Esta desproporción interior habita todas las facultades del hombre y todas sus accio­nes; por eso es conciencia que atraviesa todo su ser; es voluntad que origina los múl­tiples quereres; es deseo originario de ser y de felicidad que se exterioriza y desgrana en los múltiples deseos; de allí que san Juan de la Cruz recomiende: «Niega tus de­seos y encontrarás lo que de verdad desea tu corazón»[4].
Creatura de Dios 
Por eso, el cristianismo sí cree saber quién y qué es el hombre y contesta al inte­rrogante Biblia en mano: el hombre es criatura de Dios y comparte su dignidad, ha sido hecho a su imagen y semejanza (Gén 1,26-27); ello significa  no sólo que se pa­rece a Dios sino que tiene algo de «radicalmente divino», según la expresión ya ci­tada de Boss­hard[5]. 
Ante esta impresionante realidad Juan Eudes exclama: «cuando Dios creó al hombre, en los comienzos del mundo, no se contentó con sacarlo del abismo de la nada, con hacerlo partícipe de su ser y de su vida, con darle un espíritu y una volun­tad capaces de conocerlo y amarlo, ni con otorgarle autoridad y poder de rey sobre todas las cosas de la tierra, sino que, por un exceso de su amor, quiso ha­cerlo a su imagen y semejanza... ¡Cuánta gloria entraña para el hombre ser la imagen de Dios,  llevar sobre sí el retrato, la forma y los caracteres del rostro de Dios...!»[6]
Ciertamente hay aquí una gloria y dignidad increíble pero también una responsa­bi­lidad insoslayable, nos subrayará Juan Eudes; el hombre debe ser consciente de que su vida es limitada pero orientada hacia un fin: el amor, un amor al estilo de ese mismo Dios cuya imagen es: un amor de entrega y misericordia; y, obviamente, que debe actuar en este mundo, como Dios, al estilo de Dios, o sea responsablemente y en el amor. 
Así, según la an­tropología bí­blica, la condición de imagen de Dios será siempre el gran atributo de todo «hombre sin atributos», para emplear un famoso título de Robert von Musil. Esa es su verdadera elevación: haber sido creado a ima­gen y semejanza de Dios y haber sido llamado gratuitamente a participar de la misma vida divina. 
La realidad de este don inefable existió desde el prin­cipio y no se pierde por el pe­cado. Y puesto que somos «imagen y semejanza de Dios», lo más constitutivo nues­tro, lo que mejor define nuestra esencia más profunda, es lo mismo que de­fine la rea­lidad de Dios (misericordia pre-existente), aunque con frecuencia esa esencia aparezca en nosotros ahogada, asfixiada, enmascarada, o enredada en mil formas mentirosas de realizar la libertad. 
Por tanto, en ser imagen de Dios está la verdad última del hombre, su innegable vocación. San Basilio decía: «el hombre es una criatura que ha recibido la orden de llegar a ser como Dios». Y san Ireneo de Lyon exclama sorprendido: «¡Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios!». 
«¡Oh gran Dios -concluye Juan Eudes, por su parte, deslumbrado ante semejante misterio - tú has querido que tu Hijo se hiciera hombre para que el hombre sea Dios! ¡Oh bondad incomprensible, oh amor inenarrable!»[7].


 4.2. ¿Qué es el hombre?
Importa, entonces, replantearnos la cuestión fundamental: ¿qué es el hombre? Porque, como insiste con razón Karl Jaspers, «la imagen del hombre que tenemos por verdadera se convierte ella misma en un factor de nuestra vida que decide sobre nuestro modo de comportarnos con nosotros mismos y con los demás, sobre nuestras opciones y nuestros ideales». Desde siempre el hombre se ha esforzado por iluminar su propio enigma. Los más remotos documentos religiosos y filosóficos giran ya en torno a aquella famosa frase que, según Linneo, caracteriza al homo sapiens: «conócete a ti mismo».
¿Significa esto que el enorme progreso de nuestro tiempo ha descifrado ya el có­digo «hombre»?... Podemos responder con la constatación humilde de Bertold Bre­cht: «Hace tiempo que nadie sabe ya qué es el hombre». Y es que el hombre sigue siendo una incógnita para sí mismo: quizás sepa lo que no es, pero dista mucho de descubrir lo que sí es; como dijera Martín Heidegger, «ningún tiempo ha conocido tanto y tan variado sobre el hombre, como el actual (...). Pero a ningún tiempo le ha parecido el hombre tan enigmático, como al nuestro». Para demostrarlo están las enormes distancias que existen entre las diversas ideologías en boga, cada una con su propia concepción y paradigma de hombre.

Enigma, quimera y paradoja
Es esto lo que descubre el hombre cuando se pregunta a sí mismo por su identidad más profunda: se percata de que es, simultáneamente, barro y cielo, luz y oscuridad, pecado y gracia. Que las fronteras entre el mal y el bien no están fuera de él sino dentro. Agustín de Hipona se preguntaba: «¿quién eres tú?»; y respondía con entera seguridad: «un hombre»[5]. Pero ante la muerte de un amigo querido que era para él la mitad de su alma y a quien había amado «como si no hubiera de morir», se siente cuestionado de la forma más radical y confiesa: «Me convertí en un enigma para mí mismo y preguntaba a mi alma: ¿por qué estás triste?, ¿por qué te conturbas? Pero no teníamos respuesta»[6].
Eco de este cuestionamiento es, sin duda, la página de Pascal en la que, junto a la radical interpelación, aparece una de las más hermosas definiciones del ser humano: «¿Qué quimera es, pues, el hombre? ¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué su­jeto de contradicciones, qué prodigio! Juez de todas las cosas, imbécil gusano de la tierra; depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y excre­cencia del universo. ¿Quién desenredará este embrollo?... Conoced, pues, soberbios, qué paradoja sois para vosotros mismos. Humillaos, razón impotente; callaos, natura­leza imbécil, aprended que el hombre supera infinitamente al hombre y escuchad de vuestro maestro vuestra condición verdadera que vosotros ignoráis. Escuchad a Dios»[7].
A esta misma realidad alude el salmo 8, cuando la contemplación de la naturaleza en toda su belleza hace surgir la pregunta por el hombre y la orienta hacia Dios como su única respuesta: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estre­llas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que te ocupes de él? Lo has hecho poco menos que un dios...».
El hecho mismo de que se formule la pregunta «¿quién soy yo hombre», el cues­tionamiento que expresa, patentiza para el hombre, como núcleo desde el que cons­truye su propia originalidad, una desproporción interior, una distancia en relación consigo mismo que se formula en los símbolos, las imágenes y los conceptos más variados. El hombre es frágil como el barro, es perecedero como flor del campo, pero es alguien de quien Dios se acuerda, de quien Dios se ocupa, dice el salmista. El hombre es realismo y utopía, afirmación que se impone y problematicidad radical, cuerpo y alma, interioridad y exterioridad, objetividad y subjetividad. «Síntesis (activa) de infinitud y finitud, de tiempo y eternidad, de libertad y necesidad»[8]. El hombre, como resume admirablemente Pascal, «supera infinitamente al hombre». Esta desproporción interior habita todas las facultades del hombre y todas sus accio­nes; por eso es conciencia que atraviesa todo su ser; es voluntad que origina los múl­tiples quereres; es deseo originario de ser y de felicidad que se exterioriza y desgrana en los múltiples deseos; de allí que san Juan de la Cruz recomiende: «Niega tus de­seos y encontrarás lo que de verdad desea tu corazón»[9].
Quedaría para definir qué debe hacer el hombre para que esa espectacular vocación no termine frustrada,

[1] SAN JUAN EUDES, O.E., El Minuto de Dios, Bogotá,  1990, 2a. ed., p. 174,
[2]  A modo de ejemplo: hay que hilar muy fino, teológicamente hablando, para precisar las dife­rencias entre aquel «sin la ayuda de la gracia, el libre albedrío sólo sirve para pecar», de Bayo, y el «Nadie tiene de sí más que pecado y mentira» del concilio de Orange. La diferen­cia entre ambas afirmaciones parece tan tenue que resulta difícil, por decir lo menos, deter­minar hacia qué lado debería caer el sentido de frases como ésta de Juan Eudes: «como hijos de Adán nacemos incapaces de todo bien» (O.E., p. 168). ¿Deberíamos deducir que aquí el agustinismo de Juan Eudes lo hizo bordear a veces el campo de la herejía?.... Encuentro espe­cialmente útil para aclarar este problema el artículo de E. SCHILLEBEECKX, «La infalibili­dad del magisterio», en Concilium 83 (1973), pp. 399-423.
[3] B. HENRY-LEVY, La barbarie con rostro humano, Caracas 1978, 73, 105, 119.
[4] OC II, 152-153.
[5] San Agustín, Confesiones, 10,6.
[6] Ib., 4,4.
[7] Pascal, Pensamientos, 433.
[8] Kierkegaard, La enfermedad mortal, 47.
[9] San Juan de la Cruz, Dichos de luz, 15.



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