miércoles, 23 de noviembre de 2016

HACIA EL CORAZON DE DIOS


El hombre es animal de símbolos. La vida humana está llena de signos y de símbolos. Formas originales pero válidas y extraordinariamente expresivas de lenguaje, especies de palabra, que trascienden toda otra palabra hablada o escrita.
Por eso, ayudan a percibir y a comunicar lo que no es posible captar y traducir o expresar de otro modo. Del signo -y, particularmente, del símbolo- se puede afirmar lo que Vicente Huidrobo afirmaba del verso: que es una «llave que abre mil puertas». Porque puede suscitar, despertar y ofrecer incontables sugerencias y vivencias. Cuando ofrecemos una flor, por ejemplo, no es su materialidad lo que importa sino lo que con ella queremos expresar: amor, cariño, gratitud... Cuando encendemos una vela ante una imagen, tampoco son la llama o la cera derretida lo valioso, sino la fe que así queremos manifestar.
El signo y el símbolo no sólo son muy expresivos sino que constituyen un lenguaje verdaderamente univer­sal, que cualquiera puede entender; son como «palabras naturales de todas las gentes», afirmaba san Agustín[1]. Ahora bien, ningún signo y ningún símbolo es más universal y expresivo que el corazón. Cuando queremos hablar del «centro» de algo o de alguien, empleamos la palabra corazón. Cuando intentamos expresar el amor más profundo y más intenso, decimos: «con todo el corazón». En el lenguaje cotidiano amor y corazón se han hecho casi sinónimos.
Según la Biblia la palabra “corazón” -que aparece 858 veces en los textos del A.T. y 148 veces en el N.T.- expresa el núcleo vivo de la persona y, de allí, a la persona misma, toda entera, pero contemplada desde su máxima interioridad[2]. Remite al centro de toda la vida psíquica y moral del hombre, al eje en torno al cual gira todo lo que es y todo lo que hace, a la raíz misma de la personalidad, al hontanar más hondo de la vida, al centro ordenador de la existencia, a la fuente viva del pensar, del querer y del amar. 
Sobre todo a esto último, pues el núcleo vivo de la persona, su urdimbre, su entramado más profundo, su tejido primordial, es la capacidad y necesidad de amar y de ser amado, aspectos todos que recoge la simbólica del corazón. En tal sentido, el corazón se convierte en sumario de la persona pero asumida desde el núcleo de su interioridad. Ninguna otra palabra puede describir con mayor riqueza y elasticidad la interioridad del hombre; por eso es el lugar donde Dios habita, donde Dios vive, actúa y se comunica, donde el Espíritu Santo realiza sus operaciones más secretas y profundas.
No debe sorprendernos, entonces, que la palabra corazón sea un vocablo primordial en todos los idiomas: una de esas palabras que merecen la calificación de «primeras» y de «mayores» en el lenguaje universal y, por lo mismo, en todas las relacio­nes humanas; una de esas palabras originarias que, como anota K. Rahner, en el lenguaje humano «sirven de conjuro», pues son capaces de unirlo y condensarlo todo[3]. Y al preguntarse cuál sería, en la teología y en la espirituali­dad cristianas, esa palabra originaria, se responde: «No hay ninguna otra. No se ha pronunciado ninguna otra palabra que la de Corazón de Jesús»[4].
Es comprensible, entonces, que, como decíamos arriba, la experiencia y vivencia de una particular relación con el Corazón de Je­sús -y con el Corazón de María- haya calado tánto en la piedad popular y haya estado en la base fundacional de tántos Institutos cristianos, haciendo parte integrante y esen­cial de su historia, de su vida y de su quehacer apostólico[5]
Más aun, puede afirmarse que, en todas las Congregaciones religiosas, en todos los Institutos y Cofradías, sin excepción, se rinde un especial culto y se tributa un honor especial al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María.

Del símbolo a la espiritualidad
No parece exagerado afirmar que el tema del corazón fue, en el pensamiento del P. Eudes, una nota dominante, que se expresó múltiplemente, a través de su predicación, sus escritos y de su servicio de misericordia. 
En sintonía bíblica, lo usó al comienzo para simbolizar la interioridad de los seres y su deseo de comunión mutua en el amor; porque es en el corazón donde se establece la vida y reinado de Jesús en el hombre; expresaba así la que sería una característica de su doctrina y su vida: su profundo respeto por el “otro” y por su misterio único. Luego, paulatinamente, llevado por una experiencia personal, madurada y profundizada, de la misericordia de Dios, fue ampliando el alcance del símbolo hasta significar el amor de Dios expresado y personificado en Jesús.
Por los tiempos en que Juan Eudes hacía su opción definitiva por la mise­ricordia -nos señala el P. Milcent- ya venía madurando «las nuevas intuiciones espirituales que luego serían traducidas a través del signo del corazón: iba a comprender más y más, al paso de sus opciones y de sus avances, que Dios se revela plenamente en el ‘corazón amantísmo’ de Jesús, que es tam­bién el corazón de su madre María»[6]
Sin embargo, este paso de la doctrina sobre el corazón y la misericordia a la devoción al Sagrado Corazón, exigió, en el pensamiento del P. Eudes una evolu­ción a la vez sencilla y luminosa[7]. Ya en 1637 explicitaba en Vida y Reino la contemplación de lo que hay de más personal y más íntimo en la persona de Jesús, aquello que Bérulle bautizara como su «interior» y proponía la formación de Jesús en nosotros; a partir de allí fue evolucionando, siempre en la perspectiva del corazón. 
Pero fue su propia experiencia de contemplación del Padre como Amor misericordioso, aquella que lo hizo infatigable misionero de la misericordia, la que lo llevó también a profundizar su comprensión de Jesús y del misterio de salvación en los misterios del Corazón de María y del Corazón de Cristo. En tal sentido, no deja de ser evocador el texto que escogiera como antífona para las primeras vísperas de la fiesta del Sagrado Corazón: «Mi corazón es Caridad, quien permanece en la caridad permanece en mi corazón y mi Corazón permanece en él».




[1] SAN AGUSTIN, Confesiones, 1, 8, 13.
[2] Cf. ALONSO, Severino M., 
[3] K RAHNER, Devoción al Corazón de Jesús, en Escritos de Teología» Madrid, 1967, t. Vll, p. 519. 
[4]  K. RAHNER, ib., p. 521.
[5] En el Annuario Pontificio de 1992, apa­recieron nada menos que ciento setenta (170) Congregaciones, masculinas y femeninas, que llevan, en su título oficial o «nombre propio», carismático, reconocido y aprobado por la Iglesia, la referencia explícita al Corazón de Jesús, al Corazón de María, o a los dos a la vez. Y sabemos que el «nombre propio» -sobre todo, en sentido bíblico- no es sólo ni principalmente un mero distintivo, sino la expresión de la propia «i­dentidad», lo más entrañable y esencial de la propia vocación y mi­sión en el mundo.
[6] MILCENT P., op. cit., p. 107 (Trad. mía).
[7] Precisamos aquí que cuando hablamos de "devoción", no empleamos la palabra en su sentido peyorativo, como algo mezquino, superficial o restringido, sino en el sentido de espiritualidad, como orientación de la mirada espiritual, como proyecto de vida.

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