viernes, 11 de noviembre de 2016

Dinámica de a misericordia cristiana


¿Cómo acoger la llamada de Jesús a ser misericordiosos como el Padre? Después de siglos de cristianismo, hoy es necesario rescatar la misericordia como un “principio de actuación práctica”, liberándola de una concepción sentimental y moralizante.
El lenguaje de la misericordia puede ser peligroso y ambiguo. En concreto:

  • puede sugerir los buenos sentimientos de un corazón bondadoso, pero carente de un compromiso práctico;
  • puede quedar reducido a “hacer obras de misericordia” en algún momento, sin abordar las causas injustas de muchos sufrimientos;
  • puede entenderse como una actitud paternalista hacia algunos individuos sin reaccionar ante una sociedad que sigue funcionando de manera inmisericorde e injusta.
Hemos de escuchar la llamada de Jesús a la misericordia como un grito de indignación absoluta: el sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en serio; no puede ser aceptado como algo normal pues es inaceptable para Dios.
Por eso, el teólogo Jon Sobrino propuso hace algunos años hablar del “principio misericordia”, es decir, un principio interno que está en el origen de nuestra actuación privada y pública, que permanece siempre presente y activo en nosotros, que imprime en nosotros una atención hacia los que sufren y que nos hace vivir erradicando el sufrimiento y sus causas o, al menos, aliviándolo (Jon SOBRINO, Principio-misericordia. Bajar de la cruz a los pueblos crucificados. Santander. Sal Terrae 1992, 31-45).
La parábola del buen samaritano
El mismo Jesús diseñó la dinámica de la misericordia en una parábola inolvidable que recoge el evangelio de Lucas y que es conocida como “parábola del buen samaritano” (Lucas 10,30-36).
Para no salir malparado de una conversación con Jesús, un maestro de la ley termina haciéndole esta pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?». La pregunta era muy importante en aquella sociedad. El “amor al prójimo” era reconocido por todos como un gran precepto, junto al mandato del “amor a Dios”. El Levítico ordena así: «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19,18). Pero en tiempos de Jesús, este precepto se interpretaba desde una concepción muy pragmática.
“Prójimo” es el que está próximo a nosotros y al que es obligatorio amar. Pero esta obligación de amar al que está “próximo” a nosotros va disminuyendo en la medida en que crece la distancia de las personas (miembro de la propia familia, clan, tribu, pueblo de Israel…). Incluso, puede haber personas tan alejadas de nosotros (paganos, adversarios de Israel, enemigos de Dios…) a los que, pareciera, ya no hay obligación de amar: incluso las podemos rechazar. Esta es la pregunta del maestro de la Ley: ¿A quién tengo que considerar “prójimo”? ¿Hasta dónde llegan mis obligaciones?
Jesús, que vive aliviando el sufrimiento de quienes encuentra en su camino rompiendo si hace falta la ley del sábado o las normas de pureza, le responde con la “parábola del buen samaritano” donde diseña de manera muy concreta la verdadera dinámica de la misericordia, por encima de todo legalismo que ignore el sufrimiento de las personas.
Según el relato, un “hombre” asaltado, robado y despojado de todo, yace “medio muerto”, abandonado en la cuneta de un camino peligroso. Por fortuna, aparecen por el camino dos viajeros. Primero un sacerdote y luego un levita. Seguramente vienen del templo después de realizar su servicio cultual. El herido los ve llegar esperanzado: representan al Dios santo del templo, sin duda tendrán compasión de él. No es así. Los dos actúan sin compasión alguna. Al llegar al lugar “ven” al herido, “dan un rodeo” y siguen su camino. Tal vez, como servidores del templo, se atienen al “principio de santidad” del Levítico.

En el horizonte aparece un tercer viajero. No es sacerdote ni levita. Ni siquiera pertenece al pueblo elegido. Es un despreciable samaritano. El herido se puede esperar lo peor. Pero este samaritano va a actuar según el “principio-misericordia”. Lucas describe su actuación con todo detalle. Al llegar al lugar “ve” al herido, “se conmueve” (Lucas utiliza el mismo término para describir la reacción del padre bueno ante su hijo perdido y la reacción del samaritano ante el herido: se conmovió) y “se acerca” a él. Luego, movido por la compasión, hace por aquel desconocido todo lo que puede para restaurar su vida: cura sus heridas, las venda, lo monta sobre su propia cabalgadura, lo lleva a una posada, cuida personalmente de él y paga todo lo que haga falta por su curación.

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