lunes, 21 de noviembre de 2016

«El hombre «es barro y vocación de Dios»

Más allá del mal omnipresente en el mundo está la misericordia sal­vadora de Dios que quiere sacarnos del abismo, una misericordia creadora que ha envuelto al hombre desde antes de su historia y que la Biblia ha recogido en el mito arcaico del Paraíso, que, como anota González Fáus, es «simplemente la imagen y semejanza divinas del hombre»[1]Al propio hombre le toca evitar que ésa que pudiéramos llamar «vocación al Paraíso» se frustre; de ahí su responsabilidad histórica.
Parece hora ya, entonces, de que nos dejemos de fantasías y volvamos nuestra mirada a las realidades vi­vas de Dios y de su plan de salvación que es lo que realmente importa: Dios-Padre de las misericordias, de quien todo procede; Jesucristo, el en­viado del Padre, Dios y hombre verdadero, Palabra definitiva del Padre y Salvador uni­versal; Espíritu Santo, promesa y don del Padre y del Hijo, que habló por los pro­fetas y sigue hablando en la Iglesia y en el mundo de hoy, que actualiza y nos descu­bre el sentido de las palabras de Jesús; Iglesia de Jesucristo, co­munidad de salvación, que tiene como misión anunciar a Cristo muerto y re­sucitado y está al servicio de to­dos los hombres; y el hombre, con sus grande­zas y sus miserias, en su origen y desa­rrollo, social e históricamente situado.
Al fin y al cabo, estamos «programados» para la vida, para la ascensión, para Dios. Y, como decía Tomás de Aquino, «forzaría a la piedra quien le impusiera una fuerza superior a la gravedad para que la piedra subiera, en lugar de caer; la trans­formaría, en cambio, quien hiciera que la piedra no tuviera gravedad»[2]
El hombre hace parte de aquella creación que Moltmann calificaba como de «sistema abierto» y que nos habla de una criatura que es siempre «posibilidad de»[3]. Incluida esa posi­bilidad tan increíble que nos revela Cristo: la de ser como Dios. 
A quien sólo mire la letra y se olvide del Espíritu que da vida, le ocurrirá lo mismo que a los judíos, que leen a Moisés y las Escrituras, pero no los en­tienden. Un velo les impide ver su sen­tido. Sólo con Cristo se rasga ese velo (cf. 2 Cor 3,14-18) y se puede ver que, gracias a El, todos tenemos «capacidad para ser como Dios» y para hacer real el gran desa­fío que él mismo nos lanzara. Porque -escribe González Fáus- «el hombre «es barro y vocación de Dios»[4]. Y sólo el amor misericordioso de Dios, su agapé, puede hacer que el barro se convierta en Dios, sacar perfección de la nada, y lograr que el hom­bre-miseria sea un hombre-santo. Sólo para eso el Verbo se hizo carne, renunciando a ser Dios.
Toda esta espiritualidad la sintetizó Juan Eudes en unos cuantos postulados y oraciones. Bástenos por ahora recordar sólo una  de ellas:
«¡Nada quiero, y lo quiero todo; Jesús es mi todo: fuera de él todo es nada; quítame todo, pero dame ese solo bien; y todo lo tendré, aunque no tenga nada». SAN JUAN EUDES[5].




[(1)Creo importante retomar aquí lo que yo mismo escribí en otra parte: «Sin confianza en el mundo moderno, preámbulo para la cordial acogida del hombre real y concreto, no hay posi¬bilidad alguna de «evangelizar. Mientras nuestra pastoral siga ofreciendo una imagen radi¬calmente pesimista o negativa de la humanidad, los evangelizadores de hoy y los de mañana continuarán desconfiando de los hombres e incapacitándose, por ello mismo, para iniciar la «nueva evangelización». Por falta de amor y de confianza, muchos carecen y carecerán del necesario «ardor» que se nos pide. Valdría más sentirnos pobres e indignos ante el Dios que nos llama gratuitamente y ofrecer humildemente nuestras manos o nuestro silencio solidario a  esa multitud de hijos de Dios y hermanos, que van haciendo camino a nuestro lado bajo la mirada amorosa de un Padre que no se desentiende de la felicidad de nadie. Por eso la nueva evangelización exige que empecemos dándole hondura y calidad humana a toda nuestra pas¬toral». Cf. R. RIVAS, Vasijas nuevas, cap. V: Los caminos del Exodo, p. 129.

(2)Paradójicamente, el boom actual de la religiosidad de cuño oriental, está revalorizando ele¬mentos de la enseñanza tradicional de la Iglesia que últimamente no tenían mucha acepta¬ción; es el caso, precisamente, del pecado original, gracias a la “ley del karma”; el legado kármico puede entenderse como una más entre las maneras de expresar lo que la Iglesia ha venido enseñando sobre el pecado original y el mérito, «una herencia psíquica que discurre paralelamente a nuestro programa genético, que si en algunos casos puede constituir una ven¬taja moral, en otros quizá entrañe una servidumbre de la mente y la voluntad a unas pautas establecidas en el pasado y casi incorregibles». TOOLAN, David S., «Reencarnación y gno¬sis moderna», Concilium 249 (1993), 837.

(3) Cf. sobre este tema KIERKEGARD S., «El concepto de angustia», en Obras y Papeles, VI, MADRID, 1965, P. 70-78;  DUBARLE A.M., «La pluralité des pechés héréditaires dans la tradition agustinienne», en Revue des Etudes Agustiniennes (1957) , 113-136; GONZALEZ FAUS J.I., Proyecto de hermano, Salamanca, 1988, p. 3 366-392; RAHNER K., «Consideraciones teológicas sobre el monogenismo», en Escritos Teológicos, I, 307; LA¬DARIAL F., Antropología Teológica, Roma, 1983, p. 216.

(4) GONZALEZ FAUS J.I., Proyecto de hermano, p. 115.

(5) O.E., 2a. ed., p. 132,

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