miércoles, 25 de enero de 2017

Un Dios que por amor se hizo hombre

El tema central de todo el N.T., muy en especial de todo el ciclo joánico, consiste en afirmar que el Amor se ha hecho visible en Jesús, el Hijo de Dios que asume nuestra carne: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único» (1 Jn 4,9; cf. Jn 3,16)[1]. Porque la misericordia no le permite a Dios darse jamás por vencido: su proyecto fiel es hacer un hombre feliz, pleno, realizado; por eso a la miseria del hombre respondió con el misterio de la Encarnación. Cristo es la gran respuesta de Dios al hombre: «el abismo de mis miserias ha atraído el abismo de su misericordia», canta sorprendido Juan Eudes en su Magníficat[2].
Por consiguiente, la frase «Dios es Amor» más que una definición es la narración de esta manifestación visible e histórica del Amor divino al mundo. En esto consiste de verdad el amor de Dios: en la Encarnación y en la Pascua de Jesús. Aquello que se hizo visible en la historia, que incluso se pudo pal­par, fue la presencia substancial del Amor infinito e inenarrable de Dios, su Palabra definitiva[3]. Recordemos que la revelación no pretende decirnos lo que Dios es en sí mismo, en su íntima naturaleza, sino lo que él es para nosotros. Se nos manifiesta como Amor en la persona de Jesucristo, en su vida, en su palabra y en su muerte: «Jesús es la epifanía suprema y decisiva del amor que Dios es y del amor que Dios nos tiene. Jesús es el Amor de Dios hecho visible»[4]. La Encarnación es la revelación máxima y la prueba más convincente del Amor de Dios (Jn 3,16).
Pero ese Amor de Dios al hombre es agapé, misericordia, o sea, amor gratuito, personal y entrañable (cf. Ex 34,6; Os 11,8; 2 Cor 1,3; Lc 6,30). Cristo fue la revelación de la Misericordia que es Dios: «en Cristo y por Cristo se hace particularmente visible Dios en su misericordia... Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la miseri­cordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábo­las, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente "visible" como Padre rico en misericordias»[5]. Más aún, «hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es, en la conciencia de Cristo mismo, la prueba fundamental de su misión de Mesías»[6].
Por eso con E Jun­gel[7] podemos afirmar que el «Dios es amor» no es un puro enunciado ló­gico ni siquiera metafísico, sino la constatación histórica de que Dios se revela del todo en su Hijo que muere en la cruz. Y, al revelarse, se esconde en el silencio, para dejarse encontrar por quienes lo buscan y contemplan en el amor. De manera equivalente: la imagen viva y substancial de Dios es ese hombre, Jesús, entregado hasta el extremo -crucificado-, con quien el Padre se identifica. Y todos los pobres según el Espíritu, todos los pobres y humilla­dos de la tierra, aparecen ya configurados por la imagen de ese hombre. Porque en la cruz se oyó el gran grito, la gran Palabra, de un Dios que por amor se entregaba al hombre. En esa Palabra resonó el Amor. En esa Palabra se nos comunicó la promesa, como una buena noticia generadora de alianza, de que la vida del Espíritu Santo es más fuerte que el pecado y que la muerte. Y en esa Palabra, la dialéctica muerte-vida se resolvió para siempre a favor de la vida.
La En­carnación y la Pascua nos narran cómo Dios nos ha dado su Palabra amante que hace brotar la vida más alta: la del Espíritu. La hace brotar aun de la entraña misma del dolor y de muerte. Por eso, la historia del Amor (Rosmini) no se escribe desde el punto de vista de los vencedores sino de los que dan vida y son expoliados como Jesús. El lenguaje simbólico de la encarnación y de la pasión-pascua de Dios es un lenguaje que une el pasado de Je­sús con el futuro del hombre, con la nueva creación en el Espíritu: no sólo narra el ayer del Crucificado sino que se hace profecía y símbolo del mañana que esperamos: tal como lo simboliza la liturgia bautismal, es lenguaje de recuerdo y de esperanza.
Por eso el Evangelio es una noticia de amor, una «buena noticia»; y no está hecho a la medida del hombre, sino a la medida de Dios. Je­sús puede exigir amar hasta la locura, porque él recorrió el primero -y el único- ese camino hasta el final. Podemos captar toda la inmensidad del amor divino contemplando el amor del Padre revelado en Jesús. El es el hombre tal como lo soñó siempre Dios, po­bre, colmado de gracia, y glorificado porque llegó al colmo del amor: «La misericordia ha querido que el Hijo del hombre se haya hecho hombre por nosotros..., que haya muerto sobre una cruz..., para hacernos hijos de Dios», nos recuerda Juan Eudes[8].
Y es que el Amor de Dios es el amor de ese hombre llamado Cristo Jesús, que dió su vida por sus amigos y que aparece por tanto como la imagen del Dios invisible, como su icono y su «Evangelio»: el Dios Amor se ha manifestado plenamente en el amor de Cristo. Esta verdad, tan querida, en su centralidad liberadora, a autores protes­tantes recientes, de la talla de J. Moltmann, W. Pannenberg, y E. Jungel, constituyó la espina dorsal del pensamiento de Juan Eudes, convencido de que si Dios se muestra así es por­que Dios es así.
El había visto cómo en la cruz no sólo se nos manifestó la misericordia de Dios para con los hombres, sino que, simplemente, ahí, en la Cruz, se manifestó Dios en sí mismo, tal como es, como amor pleno, identificado con el hombre humilde y humillado hasta una muerte ignominiosa. Ese punto -la Cruz de Cristo- es precisamente el punto de intersección donde se revela el Amor de Dios en sí mismo y para nosotros.
Ese lenguaje enseña definitivamente que Dios existe amando. Que Dios no es un ser neutral, sino el mismo Ser Amor, que siempre se da y siempre retorna a los suyos, que son todos los hombres. Ahí, en esta intersección del ser y del amor, o sea, en la acción expansiva de quien se deja afectar por el otro, se inscribe la Cruz de Cristo para recordarnos que el ser verdadero es el amor y que el Ser mismo de Dios  es el Amor más grande. Ese lenguaje nos re­cuerda a todos los hombres que la existencia y la permanencia de Dios es, en realidad, su retorno y su autodonación. Dios vuelve siempre, como la madre, a allí donde están sus hijos: por eso lo hallamos en la vida, en la historia, en el lenguaje, en ese espejo de adivinar que es el amor fraterno, y en ese ámbito de reunión y de comunión que son los sacramentos. Y cada vez que la comunidad echa a fondo sus raíces en el Amor que la trasciende, cuando Dios retorna en los mil repliegues del lenguaje de la predicación -narrativo, im­perativo, simbólico, orante y comunional- se produce un fenómeno especí­fico: prende y brota la fe en los hombres que han escuchado la Palabra gene­rosamente sembrada, gratuitamente diseminada, en todos los rincones del mundo.
Un Dios con corazón
Así pues, Dios es Amor constitutivamente. De esta verdad Juan Eudes, abrevado ya en esa dinámica de la misericordia que, desde los profetas, recorre el Antiguo y el Nuevo Testamento, supo extraer su gran descubrimiento: nuestro Dios es un Dios con corazón. Y no cualquier corazón, sino un corazón-todo-misericordia. Un corazón que sabe recibir y acoger las miserias de los demás hasta el punto de que se le imprimen e insertan en lo más profundo de su ser.
Como contemplativo que era, como místico enamorado de Dios, Juan Eudes veía a Dios como el Padre de las misericordias, fuente de todo bien, de toda vida, de todo amor: «Adoramos en el Padre eterno dos grandes perfecciones que serán eterna­mente objeto de nuestra adoración y de nuestras alabanzas en el cielo; la primera es su divina paternidad... la segunda es la que toma de la Escritura cuando se llama 'el Padre de las misericordias y el Dios de todos los con­suelos' (2 Cor 1,3), para hacernos ver que El lleva todas nuestras miserias en su corazón y que tiene un deseo infinito de hacernos partícipes de su fe­licidad eterna»[9].
De allí que, por más herido y golpeado que esté, por más hundido que se encuentre en el pecado, el hombre siempre es la alegría de este corazón que late, de  este Dios que lleva todas nuestras miserias en su corazón y que tienen un deseo infinito de hacernos partícipes de sus felicidades eternas.  Aquí está la gran profundidad de la manida frase de Bernanos: «Todo es gracia»; porque todo es camino para que Dios se aproxime al hombre. La peor de las debilidades puede llegar a ser «la alegría de Dios» cuando la asume en «su corazón que late». Porque «Dios es amor». Y es ese amor de Dios el que ha podido realizar la increíble transmutación del barro humano en capacidad de Dios. Dios es -dice Juan Eudes- «una perfección que mira las miserias de la criatura, para aliviarlas y hasta para liberarla de ellas...»[10]. Y en otro lugar comenta: «Dios venció nuestra malicia con su bondad y poder infinitos»[11].
En este contexto se entienden muy bien aquellas palabras de Teilhard de Chardin que ilustran el camino eudiano: «Siento una especie de paz y de plenitud al verme avanzar dentro de lo desconocido, o, con más exactitud, en el seno de lo que resulta indeterminable en virtud de nuestros propios medios. Mientras vivimos en la zona de los elementos que dependen de nuestra libertad o de la de los otros hombres, tenemos la ilusión de que nos bastamos, y me parece que es entonces cuando nos estamos moviendo dentro de la enorme pobreza. En cambio, en cuanto nos sentimos dominados y zarandeados por un poder que nada humano sería capaz de controlar, experimento, casi físicamente, que Dios me agarra y me abraza más estrechamente, como si delante de mí desapareciera el camino y a mi lado se desvanecieran los hombres en su impotencia para una ayuda eficaz, y sólo Dios se hallara delante y en torno, espesándose a medida que uno avanza, me atrevería a decir». 
Amor trinitario
Además, el Dios de la revelación, el único Dios que existe, no es un ser impersonal, neutro o solitario. Es un ser-familia, un ser-comunión, un Dios-Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu. Su misterio no es la soledad, sino la compañía, el intercambio mutuo, la presencia recíproca, la donación total en conoci­miento y agapé. Y aquí entroncamos de nuevo con lo más original del pensamiento espiritual de san Juan Eudes: cuando por el bautismo nos insertarmos en Cristo, estsmos profesando nuestra fe en ese acontecer de la Gracia que justifica al hombre y que tiene un origen trinitario: «En nombre y con el poder de la Sma. Trinidad somos bautizados. En efecto, las tres divinas Personas se hacen presentes en el bautismo de una manera particular: el Padre engendrando a su Hijo en nosotros, y engendrándonos a nosotros en su Hijo... El Hijo naciendo dentro de nosotros y comunicándonos su filiación divina... El Espíritu Santo formando a Jesús en el seno de nuestras almas...»[12]. Y en otra parte comenta: «El Padre eterno al hacerte el honor de recibirte en sociedad con él (de asociarte a él) mediante el bautismo, como a uno de su hijos y como uno de los miembros de su Hijo, se comprometió a mirarte con los mimos ojos, a amarte con el mismo corazón y a tratarte con el mismo amor con que mira, ama y trata a su propio Hijo, pues eres una sola cosa con Cristo.... Y mucho más aún: se ha entregado a ti con su Hijo y su Espíritu Santo y ha venido a morar en tu corazón»[13]. Y «el mismo Jesús nos segura que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo moran en los corazones de los que aman a Dios»[14].
Por eso, la fe bautismal es una fe trinitaria. El “Credo” cristiano proclama la historia de la donación del Amor, en referencia a la manifestación de la Trinidad, que es el modo como Dios se da al hombre. Más que una síntesis de verdades teológicas el credo cristiano es la na­rración de cómo se entregó al hombre el Amor del Padre, a través del nacimiento, muerte y resurrección del Hijo Jesús, y en la fuerza del Espíritu Santo; amor que se da a la Iglesia y se interioriza en los creyentes como perdón de los pecados y como vida nueva comenzada: una nueva creación, explica san Juan Eudes[15]. Esto es lo que el pueblo de Dios cree explícitamente y, de alguna manera, conoce: que el abismo de misericordia del Padre se ha puesto de manifiesto en Jesús, el Hijo, quien ha dado su propio Espíritu y Vida a los que creen en él. Por eso al pueblo de Dios no se le pide que explicite su fe en la Trinidad en sí misma[16], sino en el Amor del Pa­dre, en la gracia de Jesús, el Hijo, y en la comunión del Espíritu Santo, tal como ese único Dios se nos ha dado. Pero, por supuesto, al hacerlo cree ya, implícitamente, en la Trinidad tal como es en sí misma[17].




[1] Cf. BROWN R. E., El Evangelio según san Juan. I, Madrid 1979, p. 323-348; MATEOS J. y BARRETO J., El Evangelio de Juan. Madrid 1979, pp. 197198.
[2] Oremos con San Juan Eudes, Magníficat.
[3] Cf. arriba, el cap. 2.
[4] S. Mª. ALONSO, El misterio de la vida cristiana, Salamanca, 1979, 2 a ed, p. 59.
[5] DM, 2.
[6] DM, 3.
[7] Cf. JUNGEL E., Dios como misterio del mundo. Salamanca 1984, pp. 403-423.
[8] OC VII, 9-10.
[9] OC, VII, 49-50.
[10] OC, VI, 34.
[11] SAN JUAN EUDES, Undécimo Coloquio, O. E., 2ª ed., p. 346.
[12] OC I, 517.
[13] OE, p. 369.
[14]  OC VIII, 108
[15] SAN JUAN EUDES, Undécimo Coloquio, O. E., 2ª ed., p. 346.
[16]  Cf. RAHNER K., «Advertencias sobre el tratado dogmático "De Trinitate"», en Escritos teológicos, IV. Madrid 1961, pp. 105-136.
[17] Quizás por eso la Iglesia no vio, al comienzo, la necesidad de que el pueblo confesara esta fe explícitamente, como, de alguna manera, lo expresaría mu­cho más tarde el Símbolo atanasiano, cuyo uso se hizo habitual sólo a partir de la Edad Media.

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