lunes, 9 de enero de 2017

Misericordia, al estilo de Juan Eudes, implica adorar a Dios acogiendo en el corazón las miserias de los miserables

“Nosotros  adoramos  en  el  Padre  eterno  dos  grandes  e  inefables perfecciones... La primera es su divina Paternidad... La segunda.. es aquella que se expresa en las Escrituras, cuando se le llama "el Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación, para hacernos ver que El lleva todas nuestras miserias en su corazón; que ellas lo conmueven vivamente (compasión: sufrir con...J ... y que tiene un deseo infinito de liberarnos de ellas”, escribió san Juan Eudes (1). (O.C., VII, 499-500).
Y es que el mensaje central de su espiritualidad es evidente: Jesús personifica la misericordia divina, la misericordia activa y viviente de un Dios que viene a salvar a los malheridos del camino a Jericó. En la persona de Jesús, Dios se acerca gratuitamente a quienes están en desgracia y son incapaces de liberarse a sí mismos.  
Todo esto porque Jesús es el Corazón humano de Dios - hermoso hallazgo teológico eudiano -  que se echa encima todas nuestras miserias para liberarnos de ellas. 
Y es esa misma actitud - "llevar en el corazón" - la que Dios nos  pide a nosotros frente al prójimo. Juan Eudes lo reitera, en diversas formas, a lo largo de sus obras: no hay otra manera de vivir el amor misericordioso de Jesús. Tal actitud traduce y resume una experiencia fundamental que atestigua todo lo demás: ser cristiano es ser capaz de abrirse suficientemente, desde lo más profundo, para acoger en su vida al "otro": a Dios, al prójimo, y, en particular, a quien experimenta cualquier tipo de miseria. Es esto lo que Juan Eudes llama “llevar en el corazón”[1]
Para él, un corazón auténticamente cristiano es aquel que, ante todo, sabe recibir y acoger a ese Dios esencialmente gratuito, pero que también, con Dios y como Dios, sabe acoger las miserias de los demás hasta tal punto que lo impresionen, lo habiten en lo más profundo de su ser, y lo dinamicen hacia una acción comprometida y  coherente.
La acogida que se da a las "miserias" de los otros y al amor de Dios, o, para decirlo mejor, la acogida que, a partir de mi propia miseria, le doy a la miseria del prójimo, es también acogida en el corazón de Dios. Por tanto, debe  tener tal profundidad que alcance el fondo de mi ser, y ponga en movimiento los mecanismos vitales del amor. Y esa reacción del fondo de mi ser se hace a la vez adoración y compasión, como dos aspectos de la misma realidad.
Acoger al otro en mi corazón toca y mueve el impulso fundamental de mi vida. Entonces, del fondo de mi  ser surge un movimiento hacia el otro y hacia el Otro así acogidos, y surge un compromiso que se expresa en la que podemos llamar «misión misericordia».
Ello implica ir profundizando la experiencia de la compasión, dinamizándola y aprendiendo a "llevar en el corazón" las miserias del que sufre. Hay un espacio interior, una cualidad y una totalidad de acogida donde la adoración y la compasión llegan a ser dos aspectos indisociables de la reacción del ser ante la misericordia divina quien se compadece "recibe" de Dios.
La capacidad de "llevar en su corazón" constituye la condición fundamental del compromiso. Es en ese sentido como a lo largo de todo el camino espiritual eudista se habla tanto de receptividad, de acogida del amor de Dios y de las miserias humanas, de interioridad, de reacción del fondo del ser, es decir, en el corazón.
Porque cuando lo que se acoge es la miseria del otro, tal como es llevada en el corazón de Dios, la ADORACIÓN a Dios se hace COMPASIÓN al hermano.
Así, en la experiencia de misericordia vivida en profunfidad se experimentan, al mismo tiempo, la adoración y la compasión, como dos aspectos de una misma reacción desde el fondo del ser:
- a la acogida, en su propia miseria, de la infinita bondad de Dios que salva (adoración)
- a la acogida de la miseria del otro (compasión)
La receptividad "hace germinar" o expresarse esta energía de adoración-compasión, y entonces se inicia el proceso de compromiso y de don de sí verdadero.


[1] O.C., VII, 499-500



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