Nuestro Dios, el Dios de la revelación, el único Dios que existe, no es un ser impersonal, neutro o solitario. Es un ser-familia, un ser-comunión, un Dios-Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu. Su misterio no es la soledad, sino la compañía, el intercambio mutuo, la presencia recíproca, la donación total en conocimiento y agapé. Y aquí entroncamos de nuevo con lo más original del pensamiento espiritual de san Juan Eudes: cuando por el bautismo nos insertarmos en Cristo, estamos profesando nuestra fe en ese acontecer de la Gracia que justifica al hombre y que tiene un origen trinitario: «En nombre y con el poder de la Sma. Trinidad somos bautizados. En efecto, las tres divinas Personas se hacen presentes en el bautismo de una manera particular: el Padre engendrando a su Hijo en nosotros, y engendrándonos a nosotros en su Hijo... El Hijo naciendo dentro de nosotros y comunicándonos su filiación divina... El Espíritu Santo formando a Jesús en el seno de nuestras almas...»[1].
Y en otra parte comenta: el Padre eterno al hacerte el honor de recibirte en sociedad con él (de asociarte a él) mediante el bautismo, como a uno de sus hijos y como uno de los miembros de su Hijo, se comprometió a mirarte con los mimos ojos, a amarte con el mismo corazón y a tratarte con el mismo amor con que mira, ama y trata a su propio Hijo, pues eres una sola cosa con Cristo.... «Y mucho más aún: se ha entregado a ti con su Hijo y su Espíritu Santo y ha venido a morar en tu corazón»[2]. Y «el mismo Jesús nos asegura que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo moran en los corazones de los que aman a Dios»[3].
Por eso, la fe bautismal es una fe trinitaria. El “Credo” cristiano proclama la historia de la donación del Amor, en referencia a la manifestación de la Trinidad, que es el modo como Dios se da al hombre. Más que una síntesis de verdades teológicas el credo cristiano es la narración de cómo se entregó al hombre el Amor del Padre, a través del nacimiento, muerte y resurrección del Hijo Jesús, y en la fuerza del Espíritu Santo; amor que se da a la Iglesia y se interioriza en los creyentes como perdón de los pecados y como vida nueva comenzada: una nueva creación, explica san Juan Eudes[4].
Esto es lo que el pueblo de Dios cree explícitamente y, de alguna manera, conoce: que el abismo de misericordia del Padre se ha puesto de manifiesto en Jesús, el Hijo, quien ha dado su propio Espíritu y Vida a los que creen en él. Por eso al pueblo de Dios no se le pide que explicite su fe en la Trinidad en sí misma[5], sino en el Amor del Padre, en la gracia de Jesús, el Hijo, y en la comunión del Espíritu Santo, tal como ese único Dios se nos ha dado. Pero, por supuesto, al hacerlo cree ya, implícitamente, en la Trinidad tal como es en sí misma[6].
[1] OC I, 517.
[2] OE, p. 369.
[3] OC VIII, 108
[4] SAN JUAN EUDES, Undécimo Coloquio, O. E., 2ª ed., p. 346.
[5] Cf. RAHNER K., «Advertencias sobre el tratado dogmático "De Trinitate"», en Escritos teológicos, IV. Madrid 1961, pp. 105-136.
[6] Quizás por eso la Iglesia no vio, al comienzo, la necesidad de que el pueblo confesara esta fe explícitamente, como, de alguna manera, lo expresaría mucho más tarde el Símbolo atanasiano, cuyo uso se hizo habitual sólo a partir de la Edad Media.
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