sábado, 28 de enero de 2017

Dios es amor que nos santifica y humaniza

El ejemplo del Dios trino y uno nos enseña que el amor debe ir siempre primero a donde están las víctimas del desamor, porque es allí donde se justifica más la misericordia. 
Por eso la nueva humanidad del Reino se construye necesariamente a la sombra del Padre, desde la solidaridad fraterna. Cada uno de nosotros podemos llegar a ser signos, es decir parábolas vivas de la misericordia, si aprendemos a acoger en nuestro corazón, al mismo tiempo, la ternura de Dios y «las miserias de los miserables» de las que habla Juan Eudes.
Jesús nos envía a dar testimonio del amor: «no se da miembro alguno que no tenga parte en la misión de Cristo, sino que cada uno debe santificarse en su corazón y dar testimonio de Jesús con  espíritu de profecía»[1]. Nuestra misión consiste en hacer frente a los que generan muerte haciéndonos testigos del amor de Dios, «misioneros de su misericordia», como sintetiza profunda y hermosamente el P. Eudes[2]. Es así como la semilla germina, echa raíces y produce vida centuplicada[3]. Es así como el discípulo comienza a caminar el mismo camino de Cristo que es el camino del Amor. Y es así, precisamente, como el bautizado se inserta en la corriente de la misericordia y se hace relevo eficaz del agapé de Dios.
Ésa es la santidad divina que nos revela Jesucristo. Por eso el samaritano es el hombre cabal y el hombre santo, porque fue el hombre misericordioso; porque fue como Dios, el Padre del hijo pródigo, movido siempre a misericordia, que «nos persigue... cuando lo abandonamos nos busca con amor indecible, y nos suplica que no nos separemos de Aquel que nos busca con tanta solicitud»[4].
Si la misericordia es el nombre bíblico del Amor, como nombre propio del Amor que Dios tiene al hombre, es también el nombre del Amor que el Espíritu derrama en nuestros corazones para que amemos cabalmente al mismo Dios y a los demás hombres (cf Rom 5,5). Y este amor es es­trictamente personal, gratuito y entrañable, las tres características esenciales de la misericordia bíblica. Ahora bien, el Amor con que Dios nos ama, y que nos ha manifestado y de­mostrado, sobre todo, en la Persona de Jesús y en «sus estados y misterios» es no sólo anterior a nuestro amor, sino su causa y principio. Nosotros podemos amar sólamente porque somos amados y porque el Espíritu de Jesús nos capacita para ese amor nuevo y original que él ha convertido en mandamiento suyo. «Nosotros ama­mos porque él fue el primero en amarnos» (I Jn 4,19): es la constatación de que amamos precisamente porque nos ama Dios[5].
Es así como la autodonación, la comuni­cación, la participación, la justicia y la misericordia, las grandes cualidades de Dios, pueden llegar a ser también cualidades de los hombres. Tal es el sentido del texto clave de Lc 6,36. Y para llegar a ser así, compasivo como Dios, el camino es ser como Cristo. Aquí encontramos la más honda raíz evangélica del cristocentrismo radical que caracterizó la espiritualidad de Juan Eudes, y de toda la escuela beruliana. Nos enseña él: «El apóstol Pablo nos recuerda a cada instante que estamos muertos y que nuestra vida está oculta con Cristo en Dios (Col 3,3); que el Padre eterno nos vivificó juntamente con Cristo y en Cristo (Ef 2,5; Col 2,13), es decir que nos hace vivir no sólo con él sino en él y de su misma vida; que debemos manifestar la vida de Jesús en nuestro cuerpo (2 Cor 4,10-11); que Jesucristo es nuestra vida (Col 3,4) y que vive en nosotros: Yo vivo -nos dice san Pablo- pero ya no yo, es Cristo el que vive en mí (Gál 2,20)»[6].
Amor que nos hace hombres
El Dios-Amor ama al hombre y siente placer en amarlo; para ello sale de sí mismo y se le entrega en radicalidad; y esa entrega, que en Cristo se hace total y absoluta donación, como veíamos arriba, es la que le permite al hombre ser hombre de verdad. Tan sólo la fuerza del amor comunicado por Dios mismo puede sa­car al hombre de una condición marcada por la finitud y situada en el tiempo y en el espacio. Tan sólo Dios que es Amor puede atraer y unir a sí mismo al hombre para quien ya no queda otra cosa que amar: su destino final es el amor. Porque el ejercicio del amor tiende a la unión inme­diata y personal, tanto cuanto sea posible; termina inmediatamente en el Amado Dios, como escribiera Antón Bruckner en la ardiente dedicatoria de su Novena Sinfonía. Y es por esta misma razón por la que, en la vida cristiana, no sólo se dan la fe y la esperanza sino también el amor, como fuerza que une con el Amado y congrega en él, según fina expresión de Tomás de Aquino[7].
Decíamos también arriba que el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, también en cierto sentido es amor. Su identidad está en el amor; la expresión más humana de lo que él es consiste en el amor. Por eso, en la vida cotidiana, no podemos limitarnos a ver desde la barrera las ne­cesidades del prójimo sino que llega un momento en el que hemos de salir nosotros mismos al ruedo, abandonando nuestros nidos y seguridades, para poder llegar realmente al prójimo, que hasta ese momento era un no-próximo, un alejado, un extraño; porque el amor verdadero termina en el otro. Y al unirnos a él y a sus expectativas, lo convertimos de alejado en “prójimo”. Ese fue, precisamente, el gran mérito del samaritano aquel que bajaba de Jerusalén a Jericó.



[1] P.O.  2.
[2] SAN JUAN EUDES, carta del 15 de mayo de 1562, en C. Guillon, En todo la voluntad de Dios, El Minuto de Dios, Bogotá, 1986, p. 56. Cf. R. RIVAS, Misioneros de la misericordia, Eudistas, Caracas, 1992.
[3] SAN JUAN EUDES, O. E., p. 450.
[4] SAN JUAN EUDES., O.C. VIII, 56.
[5] Cf. S. Ma. ALONSO, El misterio de la vida cristiana, 1979, 2. ed., p. 91. Hasta hace poco, la mayoría solía traducir así el texto de Juan: «Amemos (=exhortativo) nosotros...». En cambio, cada día son más los que prefieren el indicativo: «Amamos...». O mejor, como lo hacen Alonso Schokel y Mateos: «Podemos amar nosotros porque él nos amó primero».
[6] SAN JUAN EUDES, O.E, 2ª ed., 137.
[7] SANTO TOMAR DE AQUINO, Summa Theol., I q 20 a 2 ad 3.

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