sábado, 31 de diciembre de 2016

Somos más fruto de la gracia que del pecado

Parece necesario apartarnos, al analizar el pensamiento de Juan Eudes, de ciertos aspectos que son deudores de una teo­logía hoy con pocos dolientes; me re­fiero, concretamente, a la explicación que da sobre la raíz de la miseria e incapacidad connatural al hombre. En esta doctrina participaba, sin duda, de la tradicional «antropología del hombre caído», que los maestros jansenistas predicaban entonces con especial fervor y contundencia; según ella el hombre estuvo elevado al comienzo en un pedestal de gloria y vivió en un estado paradisíaco, del cual fue despojado por el pecado original y originante de Adán y Eva. A partir de allí el hombre cayó en la más absoluta impoten­cia, de la cual sólo puede ser sacado por la Gracia que se recibe fundamen­talmente en el Bautismo[1].
Resulta difícil, por decir lo menos, compaginar esta doctrina con la teo­logía de San Pablo quien proclama, sin miedo, no sólo que los cristianos y los hijos de cristia­nos pueden ser santos, sino que de hecho son santos (1 Cor 7,14). Y si alguna verdad se desprende con claridad del capítulo V de la Carta a los Romanos es que la reden­ción es más excelente y eficaz que la caída. Porque no es el don como fue el pecado: si por la transgresión de uno murieron to­dos, ¡cuánto más por el don de la gracia de un solo hombre, Jesucristo, la gracia de Dios y se ha desbordado sobre todos!: «donde abundó el pecado, so­breabundó la gracia» dice (Rom 5,15-20)[2]
Y podemos ir más allá: para Pablo la superioridad de la gracia y justicia de Cristo sobre el pecado de Adán es algo que ni siquiera puede ponerse en discusión. Por eso, tenían razón los pelagianos al obje­tarle a S. Agustín: ¿cómo admitir que el pecado de Adán sea imputado a todos, in­cluso a los que no han cometido pecado personal, mientras que la Gracia de Cristo no se conceda sino a los que creen?... Admitirlo equivaldría a aceptar que el pecado humano es más poderoso y eficaz que la  redención de Cristo[3].
Agustín y sus discípulos pretendían, de ese modo, defender la absoluta gratuidad de la Gracia y su absoluta necesidad para la salvación. Pero el medio que emplearon resultó nefasto. Y es que no resulta necesario apelar al "pecado original", ni a ningún otro pecado, para probar verdades como ésta. El hombre es estructuralmente incapaz de salvarse sin la Gracia de Cristo simplemente porque él es criatura y el don que se le ofrece es infinitamente grande. Esto hace que Cristo sea un «Redentor aun más ex­celente»; María fue redimida también, aunque no tuvo ningún pecado. En otras pa­la­bras, para afirmar que Cristo es el Salvador de todos los hombres, incluso de los ni­ños, no parece necesario basarse, con san Agustín[4], en el argumento de que todos nacemos «maleados» por el pecado original. No se puede  olvidar que el nú­mero de los que reciben el bautismo, máxime hoy, es una minoría insignifi­cante. Si nos atuvié­ramos a la doctrina agustiniana, asumida parcialmente por Juan Eudes, tendríamos que aceptar que la inmensa mayoría de los hom­bres quedan irredentos, pues no reci­ben el Bautismo. Y esto equivale a re­petir los errores del pasado.
Evidentemente, lo dicho tampoco significa subestimar en nada la capacidad salva­dora del bautismo[5]. Sólo lo sitúa en otra perspectiva, más dinámica, más positiva. Como veremos en capítulo posterior, su grandeza no consiste en librarnos de un “pecado” sino en inser­tarnos en Cristo. Y aquí, sí, brilla en todo su esplendor la doc­trina de Juan Eu­des. El bautismo no se li­mita a quitar una «mancha» que nos impide ser santos. Simplemente redime nuestra incapacidad estructural y nos hace «capaces de Dios». Asume la pequeñez del hom­bre y la injerta en la grandeza de Cristo, ha­ciéndonos «ricos con su divinidad», como decían los Padres de la Iglesia.
Y hablando del cuestionado “pecado original”, de lo que se trata es de situar ese pecado en una perspectiva más aceptable y más coherente no sólo con la antropolo­gía actual sino también con el Evangelio. La doctrina del "pecado original" fue in­ventada, en parte, para explicar el origen de ese omnipresente mal que se encuentra en el fondo del pesimismo antropológico de que hablamos antes; se quería, así, "jus­tificar" a Dios, evitando atribuirle a El los males; pero, como afirma D. Fernández, ésta fue y es «la peor solución»[6].
La doctrina agustiniana sobre el «pecado original» nos ha acostumbrado a ver la humanidad como una “masa de condenados”.  Pero esa espeluznante idea -un mal decretado por el Todopoderoso para preservar la armonía del universo y del que ningún condenado a priori puede escaparse- no puede menos que generar impotencia, desconfianza e ira del hombre ante de Dios[7]. Por eso, sólo una puesta al día de esta doctrina -en lo que tenga de maniqueísmo agustiniano- hará po­sible una nueva con­fianza en el hombre de nuestro tiempo: no se puede salvar sino lo que se valora y se ama. Uno comprende, aunque con di­ficultad, que Agustín, a pesar de su genio, se dejara llevar por su plato­nismo exagerado y sus resabios de mani­queo, porque partía de una visión del origen del hombre y del mundo muy distinta de la de hoy. Mas para la sen­sibilidad actual su doctrina resulta inaceptable[8].
En sus versiones vulgares raya en lo monstruoso -un Dios que por la culpa de unos padres primitivos castigase por siglos de siglos a miles de millones de descendientes- y que en la misma teología renovada no acaba de desprenderse de los rasgos míticos que, de manera sutil pero eficaz, acaban reintroduciendo aquel horror. Sólo se entiende desde  el "trasfondo oscuro"  de la condición humana, desde la inherencia inevitable del mal a la creatura finita. Inherencia que la hace incapaz de alcanzar la plenitud —la salvación—por sí misma, pero que no anula su dinamismo positivo, y la abre a la experiencia de la gracia y a la esperanza de la salvación.
De poco valdrá, entonces, que expongamos la doctrina sobre el «pecado original» con términos y fórmulas nuevos; debemos ir más a lo hondo, hasta su misma con­cepción. Porque si Adán y Eva no son individuos históricos, sino personajes simbóli­cos, si no existió el paraíso terrenal como punto de arranque del hombre sino como su meta, tarea y promesa, si el hombre nunca tuvo esos dones "preterna­turales" que se atribuyen al Adán edénico, si fue creado no participando ya totalmente de la natu­raleza divina sino con un germen-vocación hacia la filiación divina total, no pode­mos seguir soste­niendo, fundamentalistamente, aquella doctrina del pecado original, ni atribuyendo a un hombre primitivo y rudimenta­rio, en los umbrales de la historia, la causa de todos los males que nos afli­gen y la responsabilidad de haber puesto en «estado de pecado» a los hombres de todos los tiempos.
El hombre de hoy, más consciente que el de ayer de su propia dignidad personal, no acabará nunca de entender que la suerte desa­fortunada de la raza humana esté comprometida por el abuso de la libertad de la primera pareja. En cambio sí es capaz de comprender que nuestros pe­cados de hoy, y los pecados de cuantos nos han pre­cedido en el curso de la historia humana, originan ambientes malsanos y estructuras injustas que fomentan, de generación en generación, la inclinación de los hombres y de las sociedades al mal uso de su libertad. El hombre moderno está dispuesto a re­conocer que, para su bien y para su infortunio, es heredero de cuantos lo han prece­dido, pero no acepta que todo el curso de la historia humana se haya jugado, millo­nes de años atrás, en un pecado en que él no ha tenido arte ni parte[9].
En síntesis, desde una perspectiva más respetuosa de la libertad del hombre y del integral mensaje bíblico, hemos de ver el pecado original como un símbolo de la esencial solidaridad que por el mero hecho de ser hombres todos tenemos con el pe­cado estructural de la humanidad. Porque -la frase es, como sabemos, de Agustín de Hipona- «todo hombre es Adán». Sigue sin resolverse del todo el difícil problema del mal y del pecado. Y de ese mal y ese pecado todos, de alguna manera, somos partíci­pes y cómplices. Esta solidaridad, que ningún hombre puede rehuir orgullo­samente, nos hace a todos un poco verdugos, un poco criminales, y también un poco víctimas. Hasta Cristo, que no tuvo pecado original, se solidarizó hasta tal punto con la huma­nidad que cargó con su pecado y se hizo «pecado» por ella[10].



[1] Aunque no es del caso detenernos aquí sobre ello, puede resultar enriquecedora, en esta perspectiva, la reflexión teológica contemporánea sobre el «Paraíso terrenal»; éste “edén” de que nos  habla el  Génesis, ¿debemos considerarlo como punto de partida de la condición humana o, más bien, como punto de llegada, en el horizonte del Reino?. Evidentemente, nuestra concepción del pecado original cambiará según sea nuestra comprensión del paraíso original... Cf. en este sentido el buen análisis que hace GONZALEZ FAUS, en Proyecto de Her­mano, Sal Terrae, 1987, pp. 299-386.
[2] Hablando de aquellos cristianos que viven como obsesionados por el pecado, la culpa y la vergüenza, J. DELUMEAU comenta con cierto humor que han invertido la frase de Pablo para hacerla decir: «Donde abundó la gracia, sobreabundó el pecado». Cf. J. DELUMEAU, El miedo en Occidente: siglos XIII-XVII, Taurus, Madrid, 1989 (Original francés: Le Peché et la Peur, París, 1983).
[3] Cf. D. FERNANDEZ, El pecado original, Madrid, 1988, pg. 188.
[4] Cf. De peccatorum meritis et remissione, I, 2, 33. PL 44,128; Sermo 293. PL 38,1334.
[5] Dada la importancia fundamental que el bautismo tiene en la espiritualidad de Juan Eudes, volveremos sobre él en detalle en capítulo posterior: La Nueva Creación.
[6] D. FERNANDEZ, «Antropología del hombre caído», Iglesia Viva, 159 (1992), 332.
[7] Otro tanto podemos decir de la idea, también agustiniana, del mal como castigo de nuestros pecados u ocasión de expiarlos, que hallegado a contaminar el imaginario cristiano, propiciando el resignado recurso al y blasfemo «Dios lo ha querido» ante cualquier desgracia,
[8] Creo importante retomar aquí lo que yo mismo escribí en otra parte: «Sin confianza en el mundo moderno, preámbulo para la cordial acogida del hombre real y concreto, no hay posi­bilidad alguna de «evangelizar. Mientras nuestra pastoral siga ofreciendo una imagen radi­calmente pesimista o negativa de la humanidad, los evangelizadores de hoy y los de mañana continuarán desconfiando de los hombres e incapacitándose, por ello mismo, para iniciar la «nueva evangelización». Por falta de amor y de confianza, muchos carecen y carecerán del necesario «ardor» que se nos pide. Valdría más sentirnos pobres e indignos ante el Dios que nos llama gratuitamente y ofrecer humildemente nuestras manos o nuestro silencio solidario a  esa multitud de hijos de Dios y hermanos, que van haciendo camino a nuestro lado bajo la mirada amorosa de un Padre que no se desentiende de la felicidad de nadie. Por eso la nueva evangelización exige que empecemos dándole hondura y calidad humana a toda nuestra pas­toral». Cf. R. RIVAS, Vasijas nuevas, cap. V: Los caminos del Exodo, p. 129.
[9] Paradójicamente, el boom actual de la religiosidad de cuño oriental, está revalorizando ele­mentos de la enseñanza tradicional de la Iglesia que últimamente no tenían mucha acepta­ción; es el caso, precisamente, del pecado original, gracias a la “ley del karma”; el legado kármico puede entenderse como una más entre las maneras de expresar lo que la Iglesia ha venido enseñando sobre el pecado original y el mérito, «una herencia psíquica que discurre paralelamente a nuestro programa genético, que si en algunos casos puede constituir una ven­taja moral, en otros quizá entrañe una servidumbre de la mente y la voluntad a unas pautas establecidas en el pasado y casi incorregibles». TOOLAN, David S., «Reencarnación y gno­sis moderna», Concilium 249 (1993), 837.
[10] Cf. sobre este tema KIERKEGARD S., «El concepto de angustia», en Obras y Papeles, VI, MADRID, 1965, P. 70-78;  DUBARLE A.M., «La pluralité des pechés héréditaires dans la tradition agustinienne», en Revue des Etudes Agustiniennes (1957) , 113-136; GONZALEZ FAUS J.I., Proyecto de hermano, Salamanca, 1988, p. 3 366-392; RAHNER K., «Consideraciones teológicas sobre el monogenismo», en Escritos Teológicos, I, 307; LA­DARIAL F., Antropología Teológica, Roma, 1983, p. 216.

1 comentario:

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