martes, 20 de diciembre de 2016

El hombre, imagen de Dios


El cristianismo cree saber quién y qué es el hombre y contesta al inte­rrogante Biblia en mano: el hombre es criatura de Dios y comparte su dignidad, ha sido hecho a su imagen y semejanza (Gén 1,26-27); ello significa no sólo que se pa­rece a Dios sino que tiene algo de «radicalmente divino», según la expresión ya ci­tada de Boss­hard[1]. Ante esta impresionante realidad Juan Eudes exclama: «cuando Dios creó al hombre, en los comienzos del mundo, no se contentó con sacarlo del abismo de la nada, con hacerlo partícipe de su ser y de su vida, con darle un espíritu y una volun­tad capaces de conocerlo y amarlo, ni con otorgarle autoridad y poder de rey sobre todas las cosas de la tierra, sino que, por un exceso de su amor, quiso hacerlo a su imagen y semejanza... ¡Cuánta gloria entraña para el hombre ser la imagen de Dios,  llevar sobre sí el retrato, la forma y los caracteres del rostro de Dios...!»[2].
Ciertamente hay aquí una gloria y dignidad increíble pero también una responsa­bi­lidad insoslayable; el hombre debe ser consciente de que su vida es limitada pero orientada hacia un fin: el amor, un amor al estilo de ese mismo Dios cuya imagen es, un amor de entrega y misericordia; y, obviamente, entiende que debe actuar en este mundo, como Dios, al estilo de Dios, o sea responsablemente y en el amor. Así, según la an­tropología bí­blica, la condición de imagen de Dios será siempre el gran atributo de todo «hombre sin atributos», para emplear un famoso título de Robert von Musil. Esa es su verdadera elevación: haber sido creado a ima­gen y semejanza de Dios y haber sido llamado gratuitamente a participar de la misma vida divina.
La realidad de este don inefable existió desde el prin­cipio y no se pierde por el pe­cado. Y puesto que somos «imagen y semejanza de Dios», lo más constitutivo nues­tro, lo que mejor define nuestra esencia más profunda, es lo mismo que de­fine la rea­lidad de Dios (ser misericordia pre-existente), aunque con frecuencia esa esencia aparezca en nosotros ahogada, asfixiada, enmascarada, o enredada en mil formas mentirosas de realizar la libertad. 
En ser imagen de Dios está la verdad última del hombre, su innegable vocación. San Basilio decía: «el hombre es una criatura que ha recibido la orden de llegar a ser como Dios». Y san Ireneo de Lyon exclamaba sorprendido: «¡Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios!»«¡Oh gran Dios -dice Juan Eudes, por su parte, deslumbrado ante semejante misterio- tú has querido que tu Hijo se hiciera hombre para que el hombre sea Dios! ¡Oh bondad incomprensible, oh amor inenarrable!»[3].

Vocación frustrada
Suena a tópico, pero es indudable que el hombre anda siempre, quizás sin saberlo, a la caza de Dios. Esta búsqueda hunde las raíces en su deseo de superar la finitud y de realizar su vocación original: ser imagen de Dios. Pero ésta, que es su máxima grandeza, es también su mayor debilidad. El hombre quiso gozar rápidamente de sus prerrogativas y sucumbió a la propuesta del Tentador: «se les abrirán los ojos, ustedes serán como dioses» (Gén 3,5). Pretendió escalar el Olimpo y fue precipitado al abismo. La pretensión de apropiarse de Dios desembocó en el máximo despojo: la desnudez, el dolor y la muerte
Sin embargo, en medio de su miseria, el hombre seguía sintiendo la nostalgia de su origen y la llamada de su patria; de ahí esa incesante búsqueda de Dios en la que vivía empeñado desde siempre. ¡Vano empeño prometeico!... Pese a todos sus intentos, el hombre no lograba dar la talla, no daba con el camino justo. La imagen de Dios se le empañaba cada vez más. Predestinado a ser imagen de Dios (Rom 8,29), se percibía más bien como un aborto.
Y era que el mismo hombre había introducido en la armonía de la creación un fa­tal principio de disgregación. El mundo, la naturaleza, el hombre, todo lo creado por Dios, había sido pensado como un misterio de Amor depositado por Dios en manos del hombre. Un misterio sustentado por una ley de la vida que el hombre podría de­fi­nir así: «Todo ha sido creado como don para mí y yo he sido creado como don para los demás». Ley de amor que explicaba la ecología divina, que fo­mentaba la vida, que hacía crecer, que daba salud humana y espiritual, que creaba unidad. Pero el hombre con su libertad introdujo un principio disgregador: el egoísmo, el pecado: «Todo existe en función de mí y puedo disponer de ello como me plazca». Este mal­hadado principio, al pervertir la relación del hombre con el mundo, con los demás hombres y con Dios, hizo que el amor creado, pensado por Dios para ser signo del Amor Increado y para engrandecer de veras al hombre, quedara reducido a instru­mento para sostener su vana y orgullosa autoafirmación.
Fue así como el hombre se negó a sí mismo la posibilidad de «ser como Dios» y, al hacerlo, no sólo convirtió el mundo en un misterio de dolor sino que se hundió en su propia nada pues se negó la única posibilidad de llegar a ser hombre: mientras no lograra ser imagen de Dios, estaba lejos de su identidad. Era necesario que partici­para de algún modo en la forma de Dios pero, debido a la presencia maléfica del egoísmo en la realidad humana, el rastro de Dios se le perdía y su búsqueda se reve­laba cada vez más como una empresa imposible: Prometeo tratando vanamente de robar el fuego de los dioses o Sísifo una y otra vez escalando, con torpeza dramática, la montaña de su orgullo y su fracaso.
La única vía posible era que Dios mismo se acercara más al hombre. Y fue lo que hizo: no quiso abandonar al hombre a su suerte; su encarnación, muerte y resurrec­ción, en Jesucristo, constituyeron la respuesta divina al fracaso humano. Pero hay algo aquí que debemos precisar si queremos entender la lógica de Dios: tradicional­mente se ha dicho que, por los méritos infinitos del Verbo encarnado, cualquier ac­ción de Jesús, hasta una simple lágrima de Jesús-niño, bastaba para nuestra reden­ción. Todo lo demás lo habría hecho él para 'darnos ejemplo'. Esta manera de afron­tar las cosas, por piadosa y bienintencionada que sea, no sólo vuelve incomprensible toda la trayectoria de la vida de Jesús, sino que no entra en el corazón del plan de Dios. Al contrario, toda la encarnación de Dios nos habla, en primer lugar, de un amor que comparte, que se hace solidario: el Dios que se hace hombre está muy lejos del Dios apático y ais­lado de los filósofos. El Dios cristiano es un Dios que se com­padece y que, porque nos ama, ha querido hacer suyos nuestros límites, aceptar nues­tra suerte; no tanto 'para darnos ejemplo' cuanto para mostrarnos que su amor de mi­sericordia no se contenta con «ponerle parches» a la miseria humana sino que opta por recrear radicalmente al hombre-barro.
Aquí también Juan Eudes supo decir la palabra justa que despeja el horizonte humano, como veremos en próxima entrega de este blog.


[1] Cf. BOSSHARD, S.N., «Evolución y creación», en Fe Cristiana y Sociedad Moderna, vol. 3, p. 131, Ed. SM, Madrid, 1984.
[2] SAN JUAN EUDES, O.C., VII, pp. 225-226.
[3] ID., O.C., VII, p. 227.

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