domingo, 25 de diciembre de 2016

EN DEFINITIVA, CON CAPACIDAD DE DIOS

Porque en definitiva somos capaces de Dios. Más allá de ese mal que nos abruma está la misericordia sal­vadora de Dios que quiere sacarnos del abismo, una misericordia creadora que ha envuelto al hombre desde antes de su historia y que la Biblia ha recogido en el mito arcaico del Paraíso, que, como anota González Fáus, es «simplemente la imagen y semejanza divinas del hombre»[1]. Al propio hombre le toca evitar que ésa que pudiéramos llamar «vo­ca­ción al Paraíso» se frustre; de ahí su responsabilidad histórica.
Parece hora, entonces, de que nos dejemos ya de fantasías y volvamos nuestra mi­rada a las realidades vi­vas de Dios y de su plan de salvación que es lo que realmente importa: Dios-Padre de las misericordias, de quien todo procede; Jesucristo, el en­viado del Padre, Dios y hombre verdadero, Palabra definitiva del Padre y Salvador uni­versal; Espíritu Santo, promesa y don del Padre y del Hijo, que habló por los pro­fetas y sigue hablando en la Iglesia y en el mundo de hoy, que actualiza y nos descu­bre el sentido de las palabras de Jesús; Iglesia de Jesucristo, co­munidad de salvación, que tiene como misión anunciar a Cristo muerto y re­sucitado y está al servicio de to­dos los hombres; y el hombre, con sus grande­zas y sus miserias, en su origen y desa­rrollo, social e históricamente situado.
Al fin y al cabo, estamos «programados» para la vida, para la ascensión, para Dios. Y, como decía Tomás de Aquino, «forzaría a la piedra quien le impusiera una fuerza superior a la gravedad para que la piedra subiera, en lugar de caer; la trans­formaría, en cambio, quien hiciera que la piedra no tuviera gravedad»[2]. El hombre hace parte de aquella creación que Moltmann calificaba como de «sistema abierto» y que nos habla de una criatura que es siempre «posibilidad de»[3]Incluida esa posi­bilidad tan increíble que nos des-vela Cristo: la de ser como Dios. 
A quien sólo mire la letra y se olvide del Espíritu que da vida, le ocurrirá lo mismo que a los judíos de tiempos de Jesús, que leían a Moisés y las Escrituras, pero no los entendían. Un velo les impedía ver su sen­tido. Sólo con Cristo se rasga ese velo (cf. 2 Cor 3,14-18) y se puede ver que, gracias a El, todos tenemos «capacidad para ser como Dios» y para hacer real el gran desa­fío que él mismo nos lanzara. Porque -escribe González Fáus- el hombre «es barro y vocación de Dios»[4]. Y sólo el amor misericordioso de Dios, su agapé, puede hacer que el barro se convierta en Dios, sacar perfección de la nada, y lograr que el hom­bre-miseria sea un hombre-santo. Sólo para eso el Verbo se hizo carne, renunciando a ser Dios.
De esa convicción, que ya había madurado Juan Eudes, le nació aquella bella oración: «¡Nada quiero, y lo quiero todo; Jesús es mi todo: fuera de él todo es nada; quítame todo, pero dame ese solo bien; y todo lo tendré, aunque no tenga nada». SAN JUAN EUDES[5].



[1] GONZALEZ FAUS J.I., Proyecto de hermano, p. 115.
[2] De Veritate, q. 22, a 8 c y a 9 c.
[3] MOLTMANN, J., El futuro de la Creación, Sígueme, Salamanca, 1979, pp. 152 ss.
[4] GONZALEZ FAUS J.I., Proyecto de hermano, p. 91.
[5] O.E., 2a. ed., p. 132,

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