sábado, 17 de septiembre de 2016

SUJETOS DE MISERICORDIA: Los niños pobres... ¿son noticia?

Durante los últimos tiempos se ha hablado mucho de la pobreza y el hambre infantil. En contra de lo que pueda parecer, se trata de una buena noticia. No el hecho de que la pobreza y el hambre existan, obviamente, sino que se hable de ella. No ha sido fácil. 
Porque cuando los organismos internacionales hablan de ese tema, las reacciones pasan de la sorpresa a la desconfianza, incluyendo también el rechazo. 

Sorpresa y desconfianza porque no nos creíamos que con tanto desenfreno gubernamental en el uso de los dineros públicos existiera todavía una realidad tan hiriente. Y rechazo por parte de algunos sectores que, todavía hoy, consideran un sinsentido hablar de la pobreza infantil como una realidad en sí misma. "No hay niños pobres sino familias pobres". Lo cual es verdad -al menos en términos puramente económicos-, pero no significa que debamos obviar una mirada específica a la situación de la infancia. ¿Por qué?
En primer lugar, porque la pobreza tiene en el caso de los niños algunas implicaciones muy especiales que no se dan en el caso de los adultos: los niños no tienen por sí mismos recursos con los que hacer frente a su situación; la pobreza puede tener en su caso implicaciones irreversibles de cara al futuro -en forma de mala alimentación, peor desarrollo educativo, problemas psico-afectivos, etc.-; y por último, porque esas mismas implicaciones se hacen extensibles a medio plazo al conjunto de la sociedad, afectando las perspectivas económicas, productivas y sociales de toda una sociedad.
Pero es que, además, si queremos abordar la pobreza en general como un fenómeno persistente, se hace imprescindible identificar cuáles son los colectivos más afectados, y esa radiografía no deja lugar a dudas: por edades, los menores de 18 años tienen una tasa de riesgo de pobreza casi 10 puntos por encima de la que corresponde a los mayores de edad. Por hogares, la tasa asciende al 25,9% cuando hay niños, frente al 14,6% cuando no los hay. Dicho de otro modo: la infancia se ha convertido en un grupo de alto riesgo, precisamente cuando debería tratarse del colectivo más protegido ante cualquier dificultad.
Además, en cualquier análisis sobre el tema, se detectan, en general, dos grandes factores detrás de esta situación: el primero tiene que ver con las políticas públicas. Los sistemas de protección social tienen un déficit histórico de atención a la infancia que se manifiesta, entre otras cosas, en una inversión muy por debajo de lo necesario.  Además, esa inversión es mucho menos eficaz de lo que debería: es decir, no reduce la pobreza suficientemente.
Ahora bien la sorpresa ante los datos tiene que generar  acciones concretas. Y no estamos planteando actuaciones individuales de una u otra administración pública. Se trata de un cambio mucho más profundo para el que hace falta un gran pacto en el que fuerzas sociales, políticas y por supuesto cristianas se comprometan, con medidas y recursos en firme, a poner fin de una vez por todas a la pobreza y la desigualdad que afectan a nuestra infancia. 

Es tiempo ya de que se dejen de lado las diferencias ideológicas y se apuest por un barco, el de la infancia, en el que nos jugamos todos nuestra fe y nuestro futuro. Sí, con niños en situación tan crítica nos estamos jugando el futuro humano y también el verdadero sentido religioso.

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