El tema central de todo el
N.T., muy especialmente de todas las obras de Juan, consiste en afirmar que el Dios amor se ha hecho visible en Jesús, el Hijo de Dios que asume nuestra carne: «En esto se manifestó el amor que Dios nos
tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único» (1 Jn 4,9; cf. Jn 3,16).
Porque su misericordia esencial no le permite a Dios darse jamás por vencido:
su proyecto, al que se mantiene fiel, es hacer un hombre feliz, pleno, realizado; por eso a la
miseria del hombre respondió con el misterio de la Encarnación. Cristo es la
gran respuesta de Dios al hombre: «el abismo de mis
miserias ha atraído el abismo de su misericordia», canta sorprendido Juan Eudes
en su Magníficat.
Por consiguiente, la frase
«Dios es Amor» más que una definición es la narración de esta manifestación visible e histórica del Amor divino al mundo. En
esto consiste de verdad el amor de Dios: en la Encarnación y en la Pascua de
Jesús. Aquello que se hizo visible en la historia, que incluso se pudo palpar,
fue la presencia substancial del Amor infinito e inenarrable de Dios, su
Palabra definitiva. Recordemos que la revelación no pretende decirnos tanto
lo que Dios es en sí mismo, en su íntima naturaleza, cuanto lo que él es para
nosotros. Tal es el sentido de la Biblia, que no es un libro de teología, sino
la historia de un amor: el de Dios a nosotros. Dios se nos manifiesta como Amor en la
persona de Jesucristo, en su vida, en su palabra y en su muerte: Jesús es la
epifanía suprema y decisiva del amor que Dios es y del amor que Dios nos tiene.
Jesús es el Amor de Dios hecho visible. La Encarnación es la revelación máxima
y la prueba más convincente del Amor de Dios (Jn 3,16).
Pero ese amor es, como sabemos, agapé, misericordia, o sea, un amor
gratuito, personal y entrañable (cf. Ex 34,6; Os 11,8; 2 Cor 1,3; Lc
6,30). Cristo fue la revelación de la Misericordia que es Dios: en Cristo y
por Cristo se hace particularmente visible Dios en su misericordia... Cristo
confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de
la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y
parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él
mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en
él, Dios se le hace concretamente "visible" como Padre rico en
misericordias. Más aún, hacer presente
al Padre en cuanto amor y misericordia es, en la conciencia de Cristo mismo, la
prueba fundamental de su misión de Mesías.
Por eso con E Jungel podemos
afirmar que el «Dios es amor» no es un
puro enunciado lógico ni siquiera metafísico, sino la constatación histórica
de que Dios se revela del todo en su Hijo que muere en la cruz. Y, al
revelarse, se esconde en el silencio, para dejarse encontrar por quienes lo
buscan y contemplan en el amor. De manera equivalente: la imagen viva y
substancial de Dios es ese hombre, Jesús, entregado hasta el extremo de morir crucificado, con quien el Padre se identifica. Y según el Espíritu, todos los pobres y humillados de la tierra, aparecen ya configurados
por la imagen de ese hombre. Porque en la cruz se oyó el gran grito, la gran
Palabra, de un Dios que por amor se entregaba al hombre. En esa Palabra resonó
el Amor y se hizo elocuente su misericordia. En esa Palabra se nos comunicó la promesa, como una buena noticia
generadora de esperanza: que la vida del Espíritu Santo es más fuerte que el
pecado y que la muerte. Y en esa Palabra, la eterna dialéctica muerte-vida se resolvió
para siempre a favor de la vida.
La Encarnación y la Pascua nos
narran cómo Dios nos ha dado su Palabra amante que hace brotar la vida más
alta: la del Espíritu. La hace brotar hasta de la entraña misma del dolor y de la muerte. Por eso, la historia del Amor
(Rosmini) no se escribe desde el punto de vista de los vencedores sino del de los
que dan vida y son expoliados como Jesús. El lenguaje simbólico de la
encarnación y de la pascua de Dios es un lenguaje que une el pasado de Jesús
con el futuro del hombre, con la nueva creación en el Espíritu: no sólo narra
el ayer del Crucificado sino que se hace profecía y símbolo del mañana que
esperamos: tal como lo simboliza la liturgia bautismal, es lenguaje de recuerdo
y de esperanza.
Por eso el Evangelio es una
noticia de amor, una «buena noticia»; y no está hecho a la medida del hombre,
sino a la medida de Dios. Jesús puede exigir amar hasta la locura, porque él
recorrió el primero -y el único- ese camino hasta el final. Podemos captar toda
la inmensidad del amor contemplando el amor del Padre revelado en Jesús. El es
el hombre tal como lo soñó siempre Dios, pobre, colmado de gracia, y
glorificado porque llegó al colmo del amor: «La
misericordia ha querido que el Hijo del hombre se haya hecho hombre por nosotros...,
que haya muerto sobre una cruz..., para hacernos hijos de Dios», nos recuerda
Juan Eudes.
Y es que el Amor de Dios es el
amor de ese hombre llamado Cristo Jesús, que dio su vida por sus amigos y que
aparece, por tanto, como la imagen del Dios invisible, como su icono y su
«Evangelio»: el Dios Amor se ha manifestado plenamente en el amor de Cristo.
Esta verdad, tan querida, en su centralidad liberadora, para autores protestantes
recientes, de la talla de J. Moltmann, W. Pannenberg, y E. Jungel, ya había sido la
espina dorsal del pensamiento de s anJuan Eudes, convencido de que si Dios se
muestra así es porque Dios es así.
Juan Eudes supo ver que en la cruz no sólo se nos manifestó la misericordia de Dios
para con los hombres, sino que, simplemente, ahí, en la Cruz, se manifestó Dios
en sí mismo, tal como es, como amor pleno, identificado con el hombre humilde y
humillado hasta una muerte ignominiosa. Ese punto -la Cruz de Cristo- es
precisamente el punto de intersección donde se revela el Amor de Dios en sí
mismo y para nosotros.
Este lenguaje enseña
definitivamente que Dios existe amando. Que Dios no es un ser neutral, sino el
mismo Ser Amor, que siempre se da y siempre retorna a los suyos, que son todos
los hombres. Ahí, en esta intersección del ser y del amor, o sea, en la acción
expansiva de quien se deja afectar por el otro, se inscribe la Cruz de Cristo
para recordarnos que el ser verdadero es el amor y que el Ser mismo de
Dios es el Amor más grande. Ese lenguaje
nos recuerda a todos los hombres que la existencia y la permanencia de Dios
es, en realidad, su retorno y su autodonación.
Dios regresa siempre, como la
madre, a donde están sus hijos: por eso lo hallamos en la vida, en la
historia, en el lenguaje, en ese espejo de adivinar que es el amor fraterno, y
en ese ámbito de reunión y de comunión que son los sacramentos. Y cada vez que
la comunidad hunde sus raíces en el Amor que la trasciende, cuando Dios retorna
en los mil repliegues del lenguaje de la predicación -narrativo, imperativo,
simbólico, orante y comunional- se produce un fenómeno específico: en todos los rincones del mundo prende y
brota la fe en los hombres que han escuchado la Palabra generosamente
sembrada y gratuitamente diseminada.
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