viernes, 3 de junio de 2016

PALABRA EL DIA: Lc 15,3-7: ¡Felicítenme, he encontrado la oveja que se me había perdido!

La fiesta litúrgica del Sagrado Corazón de Jesús se inspira en uno de los símbolos más ricos de la Biblia: el corazón, que en la mentalidad bíblica es la parte más interior de la persona, la sede de las decisiones, sentimientos y proyectos. El corazón indica lo inexplorable y lo profundamente oculto de alguien, su ser más íntimo y personal. En la narración de la unción de David (1 Sam 16,7) se dice, por ejemplo, que Yahvé advierte a Samuel, cuando vio al primero de los hijos de Jesé: “No te fijes en su aspecto ni en su estatura elevada. El ser humano mira lo que está  a los ojos, la apariencia, mientras que Yahvé mira el corazón”.
Por eso cuando hablamos del “corazón” de Jesús estamos hablando de aquello que representa lo más íntimo y personal de Jesús, el centro interior desde el cual brotan su palabra y sus acciones. En este sentido “el corazón de Jesús” es una expresión que indica la misericordia y el amor infinito de Dios tal como se ha manifestado en la persona de Jesús.
La Biblia habla también, siempre en sentido metafórico, del “corazón” de Dios. Oseas, por ejemplo, habla del corazón de Dios como el lugar de las decisiones últimas y decisivas de Dios. Cuando ni las pruebas de amor ni los castigos de Yahvé han conseguido mover a su pueblo a una conversión duradera (Os 11,1-7), parece insoslayable el juicio definitivo de Dios. Precisamente en esa situación el profeta pone en boca de Dios una de las más formidables palabras del Antiguo Testamento: “¿Cómo te trataré, Efraín? ¿Acaso puedo abandonarte Israel?... El corazón se ha volcado en mí, todas mis entrañas se estremecen. No me dejaré llevar por mi gran ira, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, no un ser humano” (Os 11,8-9).
En el texto anterior asistimos a una especie de lucha interior en Dios mismo. Dios dice: “¿Cómo te trataré...? ¿Acaso puedo abandonarte...?”. La ley de Moisés mandaba entregar a un hijo que era rebelde a los ancianos de la ciudad para que fuera apedreado (Dt 21,18-21). Efraín-Israel es hijo primogénito de Yahvé (Os 11,1). ¿Deberá Dios tratar a su hijo rebelde según la ley? ¿Deberá destruirlo? La lucha interior en Dios se expresa con la bella expresión: “El corazón se ha volcado en mí, todas mis entrañas se estremecen”. El verbo “volcarse”, en hebreo hapak, indica la acción de algo que se revuelve y se da vuelta en forma inquieta. Es el corazón de Dios que se resiste a actuar con dureza frente al pueblo.
La lucha interior en Dios acaba con una decisión en la cual prevalece el perdón y la misericordia. El corazón de Dios renuncia al castigo. En lugar de la destrucción merecida por el pueblo, ocurre un vuelco en el corazón de Dios. La incondicional misericordia de Dios se vuelve contra la resolución judicial que establecía el castigo y la muerte. El corazón de Dios, o sea, su libre decisión por el amor, se vuelve contra su resolución encolerizada. Aquella determinación divina en favor de Israel se expresa con esta frase: “No me dejaré llevar por mi gran ira, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, no un ser humano” (Os 11,9). El corazón de Dios es, por tanto, misericordia y vida en favor de su pueblo. Y así se ha manifestado plenamente en su Hijo Jesucristo que “ha venido para que tengamos vida y vida en abundancia” (Jn 10,10).
El evangelio nos coloca delante del misterio insondable de la misericordia de Dios, a través de dos parábolas contadas por Jesús. En ellas se narra la experiencia de la reconciliación del ser humano con un Dios que “no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez 18,23). Jesús ha contado estas parábolas para explicar su propio comportamiento en relación con los pecadores y perdidos. En estas parábolas se expresa lo más íntimo y decisivo del corazón de Jesús: la misericordia y la gratuidad en favor del ser humano pecador.
Mientras los fariseos y maestros de la ley se mantienen a distancia de los pecadores por fidelidad a la Ley (véase, por ejemplo, lo que dice Ex 23,1, Sal 1,1; 26,5), Jesús anda con ellos, come y bebe y hace fiesta con ellos (Lc 15,1-3). Lo que choca a los maestros de la ley no es que Jesús hable del perdón que se ofrece al pecador arrepentido. Muchos textos del Antiguo Testamento hablaban del perdón divino. Lo que sorprende radicalmente es la forma en que Jesús actúa, el cual en lugar de condenar como Jonás o Juan Bautista, o exigir sacrificios rituales para la purificación como los sacerdotes, come y bebe con los pecadores, los acoge y les abre gratuitamente un horizonte nuevo de vida y de esperanza.
Esto es lo que las parábolas quieren ilustrar; su objetivo primario es mostrar hasta dónde llega la misericordia de ese Dios que Jesús llama “Padre”, una misericordia que se refleja y se hace concreta en el corazón de Jesús, o sea en el principio que orienta y determina la conducta de Jesús frente a los pecadores.
Con toda probabilidad la parábola se inspira en la imagen del “pastor” tan presente en muchos textos del Antiguo Testamento: “Escuchen, naciones, la palabra del Señor; anúncienla en las islas lejanas; digan: El que dispersó a Israel, lo reunirá y lo guardará como un pastor a su rebaño” (Jer 31,10). En la Biblia la imagen del pastor es usada para hablar del cuidado que tiene Dios por su pueblo, mientras las ovejas descarriadas representan a todos aquellos que se han alejado de Dios: “Yo mismo apacentaré a mis ovejas y las llevaré a su redil, oráculo del Señor. Buscaré a la oveja perdida y traeré a la descarriada; vendaré a la herida, robusteceré a la débil...” (Ez 34,15-16).
En las dos parábolas se desarrolla el tema de la conversión de los pecadores, que tiene lugar en el encuentro con el mensaje y la persona de Jesús que busca a todos los que se han alejado de Dios. El “pecador convertido” del que se habla representa a los publicanos y pecadores que han venido a escuchar a Jesús, a diferencia de los fariseos y escribas que murmuran de él y se quedan lejos (Lc 15,1-2).

Las dos parábolas insisten en la alegría que Dios siente cuando un pecador se convierte. En la primera parábola, la oveja descarriada se pierde “fuera” de casa; en la segunda, la moneda se pierde “dentro” de casa. Los cercanos y los lejanos tienen necesidad de ser buscados y encontrados por Dios. “Todos hemos pecado” (Rom 3,23), dirá San Pablo. Jesús proclama el gozo de un Dios que busca al ser humano para devolverle la vida. Aquella oveja y aquella moneda tienen en común una sola cosa por la cual son objeto del amor misericordioso de Dios: ¡oveja y moneda estaban perdidas!

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