martes, 3 de mayo de 2016

Un hombre vale más que mil mundos (San Juan Eudes)

La esencial dignidad del hombre estriba no sólo en su condición sagrada como «imagen y semejanza de Dios» sino también en que está llamado a ser «otro Cristo». Y aceptar esta radical condición del hombre implica, para quienes nos decimos cristianos, consecuencias fundamentales.
Ante todo, nos exige admitir un elemento de grandeza y misterio absoluto, sagrado, inviolable, en el otro, en todo otro, en cualquier otro, lejos de todo irrespeto, toda manipulación, toda opresión, toda mentira, incluso toda pretensión de salvarlo a la fuerza. Hasta Dios mismo respeta así al hombre.
Resulta, entonces, inaceptable que ciertas ideologías propongan el sacrificio del hombre actual en nombre de una inexistente felicidad futura. Porque parten de un principio falso: que «un hombre es el cociente de dividir un millón por un millón» (Arthur Koestler, El cero y el infinito, Destino, 1978). Si la felicidad sigue siendo un derecho de los que ya fueron -las víctimas-  cuanto más ha de serlo de quienes todavía viven.
Por eso, al hombre -a cualquier hombre- sólo podemos acercarnos como nos acercamos ante el divino Misterio: con el corazón abierto y los pies descalzos. Desde esta perspectiva podemos entender mejor una frase lapidaria de san Juan Eudes: «un alma vale más que mil mundos». Equivale a recordar que un hombre siempre vale más que todos los mundos, todas las leyes y todos los templos: «porque yo les aseguro que hay algo más que un templo» (Mt 12,6).
Por eso mismo, cuando se valora a un ser humano no por lo que es sino por lo que tiene -un traje elegante, unas condecoraciones colgando, un carnet en el bolsillo o un buen saldo en la cuenta bancaria, incluso una afiliación religiosa- no se lo está respetando realmente. 
Pero, además, si la auténtica dignidad del hombre consiste en ser «imagen y semejanza de Dios» y «otro Cristo», el asunto de los derechos humanos no es algo circunstancial para el cristiano, sino una exigencia ineludible de su vocación: pues dondequiera que se viole un derecho del hombre o se conculque su dignidad -la de todo hombre, la de cualquier hombre-, se atenta contra Dios mismo: «Si Dios no esclaviza al libre, ¿quién osará poner su poder por encima del poder de Dios?», decía san Gregorio de Nisa.
Al tomar la forma de esclavo (Flp 2,7), solidarizándose con los que sufren, en cualquier tipo de opresión, Jesús se convirtió en el paradigma de los hombres cuyos derechos no son respetados. Su juicio ante el sanedrín fue arbitrario e injusto (Jn 18,19-23): buscaron testigos falsos para acusarlo (Mt 26,59-60) y lo torturaron durante la noche (Mt 26,67-68; 27,26-30). Es decir, en la pasión de Cristo fueron violados todos los derechos humanos. Es muy importante que, recordando esto, los seguidores del Crucificado veamos su rostro en el rostro de los humillados y ofendidos de la tierra y luchemos por devolverles el uso pleno de la dignidad para la que Dios los hizo. Desde nuestra fe, los derechos de los demás se tornan deberes para nosotros.
Aunque no es lo más importante, está claro que esta doctrina sobre la verdadera dignidad del hombre y los derechos humanos puede alcanzar un eco muy favorable en la cultura de nuestro tiempo, dada la defensa visceral que hoy se hace de ellos. Los cristianos debemos estar en primera fila en ese combate. Pues, como decía el mismo Gregorio de Nisa, «nadie puede comprar ni vender al que es imagen de Dios». O como expresaran los obispos latinoamericanos en Puebla: «Todo atropello a la dignidad del hombre es atropello al mismo Dios, de quien es imagen» (nº 306).
En esto, precisamente, consiste el discipulado cristiano: no sólo en creer «en Jesús» sino en creer «como Jesús», con su misma «espiritualidad». Y, lamentablemente, hay muchos que creen «en él», pero no creen «como él». Ya sabemos que incluso los demonios creen «en él», aunque de nada les sirve (Sant 2, 19). 
Entonces, «seguir a Jesús» -una metáfora quizás ya desgastada- no consiste en ir por caminos exóticos por los que, ciertamente, él no fue; sino en continuar recorriendo nuestro propio camino pero de la misma forma como él recorrió el suyo: afrontando el mundo y  la Historia como él los afrontó, hacer frente a la realidad con rebeldía y esperanza, desde la utopía y el realismo, con indignación y ternura, en lucha y contemplación, y todo ello desde la perspectiva del Reino como centro de todo.
Él ya hizo su camino en su momento, hace más de 2000 años, y nosotros no lo vamos a repetir, porque aquel mundo ya no existe. La imitación y las recetas repetitivas no sirven, pues estamos en otra parte del camino, en este otro tramo, neoliberal ahora, y debemos ser fieles creativamente, tratando de hacer no lo que él hizo sino lo que él haría hoy aquí, o sea, creer hoy y aquí como creería él, con su misma «espiritualidad del Reino». Cabe recordar una vez más a san Gregorio de Nisa cuando decía: “Ser cristiano es ser una sola cosa con Jesucristo, es hacer profesión de vivir de la vida de Jesucristo” (Ad Harmonium, De prof. Christiana).

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