A este mundo y dentro de este mundo, caótico e inhumano, los cristianos predicamos -con razón- la grandeza del hombre y su dignidad. Pero no somos escuchados, quizás porque no lucimos convencidos del todo y se nota fácilmente que también nosotros experimentamos en carne propia la enorme debilidad humana. De ahí que nuestro discurso no siempre parezca creíble. El de San Juan Eudes luce mucho más digno de crédito, incluso hoy, ya que, como pensador que era de la debilidad humana, no partía de unas perfecciones teóricas sino de esa realidad palpable de barro y miseria.
Por eso sus escritos desbordan de meditaciones sobre la humildad y cada día hace decir a los que asumen su proyecto espiritual una especie de profesión que comienza por sus clásicas palabras: «Señor Jesucristo, nada somos, nada podemos, nada valemos, excepto pecado». En su época, tales palabras atacaban de frente el orgullo naciente de los científicos y la teología de los jansenistas. Pero en la sociedad postmoderna actual, fuera de algunos biólogos y teólogos, ese orgullo ha desaparecido y estas palabras, aunque suenen pesimistas y duras, no hacen más que radiografiar la dolorosa realidad cotidiana.
En realidad, Juan Eudes no tuvo nada de pesimista; simplemente fue un hombre muy de su época pero que desde ahí oteaba el futuro y terminó adelantándose a su tiempo. El hombre actual sabe bien que no puede gran cosa si está solo. Decirle que Dios es más grande que él, recordarle que para acogerlo hay que ponerse de rodillas, no es prueba de pesimismo, de debilidad o de cobardía... Es pura y simple evidencia. No le compete al hombre auto elevarse; le compete a Dios hacerlo, a ese Dios que ha querido, para aproximarse al hombre y hacerlo su amigo, rebajarse hasta el extremo de renunciar a ser Dios, como osadamente afirma san Pablo (Flp 2,7), y así lo ha hecho su hijo, llamándolo a la vida total y definitiva.
Ante semejante derrame divino de gracia, al hombre sólo le compete responderle con un adecuado comportamiento de hijo agradecido. Entonces, la misma confesión de su radical impotencia entraña un apasionado grito de libertad.
Es desde esta doble perspectiva desde donde debemos interpretar expresiones de Juan Eudes tan chocantes como las señaladas en anaterior entrada de este blog, pero que se entienden bien en la perspectiva antropológica moderna. Por otro lado se entienden también afirmaciones tajantes como aquella: «sólo Dios es capaz... de llenar y satisfacer la capacidad inmensa de nuestra alma»[1]. Porque la verdad es que el hombre se sabe y se siente barro, pero irrenunciablemente pugna por recuperar su imagen y semejanza divina. Otro problema será cómo puede lograrlo.
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