La fiesta litúrgica del Sagrado Corazón de Jesús se
inspira en uno de los símbolos más ricos de la Biblia: el corazón, que en la
mentalidad bíblica es la parte más interior de la persona, la sede de las
decisiones, sentimientos y proyectos. El corazón indica lo inexplorable y lo
profundamente oculto de alguien, su ser más íntimo y personal. En la narración
de la unción de David (1 Sam 16,7) se dice, por ejemplo, que Yahvé advierte a
Samuel, cuando vio al primero de los hijos de Jesé: “No te fijes en su
aspecto ni en su estatura elevada. El ser humano mira lo que está a los
ojos, la apariencia, mientras que Yahvé mira el corazón”.
Por
eso cuando hablamos del “corazón” de Jesús estamos hablando de aquello
que representa lo más íntimo y personal de Jesús, el centro interior desde el
cual brotan su palabra y sus acciones. En este sentido “el corazón de Jesús” es
una expresión que indica la misericordia y el amor infinito de Dios tal como se
ha manifestado en la persona de Jesús.
La
Biblia habla también, siempre en sentido metafórico, del “corazón” de Dios.
Oseas, por ejemplo, habla del corazón de Dios como el lugar de las decisiones
últimas y decisivas de Dios. Cuando ni las pruebas de amor ni los castigos de
Yahvé han conseguido mover a su pueblo a una conversión duradera (Os 11,1-7),
parece insoslayable el juicio definitivo de Dios. Precisamente en esa situación
el profeta pone en boca de Dios una de las más formidables palabras del Antiguo
Testamento: “¿Cómo te trataré, Efraín? ¿Acaso puedo abandonarte Israel?... El
corazón se ha volcado en mí, todas mis entrañas se estremecen. No me dejaré
llevar por mi gran ira, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, no
un ser humano” (Os 11,8-9).
En
el texto anterior asistimos a una especie de lucha interior en Dios mismo. Dios
dice: “¿Cómo te trataré...? ¿Acaso puedo abandonarte...?”. La ley de Moisés
mandaba entregar a un hijo que era rebelde a los ancianos de la ciudad para que
fuera apedreado (Dt 21,18-21). Efraín-Israel es hijo primogénito de Yahvé (Os
11,1). ¿Deberá Dios tratar a su hijo rebelde según la ley? ¿Deberá destruirlo?
La lucha interior en Dios se expresa con la bella expresión: “El corazón se ha
volcado en mí, todas mis entrañas se estremecen”. El verbo “volcarse”, en
hebreo hapak, indica la acción de algo que se revuelve y se da
vuelta en forma inquieta. Es el corazón de Dios que se resiste a actuar con
dureza frente al pueblo.
La
lucha interior en Dios acaba con una decisión en la cual prevalece el perdón y
la misericordia. El corazón de Dios renuncia al castigo. En lugar de la
destrucción merecida por el pueblo, ocurre un vuelco en el corazón de Dios. La
incondicional misericordia de Dios se vuelve contra la resolución judicial que
establecía el castigo y la muerte. El corazón de Dios, o sea, su libre decisión
por el amor, se vuelve contra su resolución encolerizada. Aquella determinación
divina en favor de Israel se expresa con esta frase: “No me dejaré llevar por
mi gran ira, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, no un ser
humano” (Os 11,9). El corazón de Dios es, por tanto, misericordia y vida en
favor de su pueblo. Y así se ha manifestado plenamente en su Hijo Jesucristo
que “ha venido para que tengamos vida y vida en abundancia” (Jn 10,10).
El
evangelio nos coloca delante del misterio insondable de la misericordia de
Dios, a través de dos parábolas contadas por Jesús. En ellas se narra la
experiencia de la reconciliación del ser humano con un Dios que “no quiere la
muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez 18,23). Jesús ha contado
estas parábolas para explicar su propio comportamiento en relación con los
pecadores y perdidos. En estas parábolas se expresa lo más íntimo y decisivo
del corazón de Jesús: la misericordia y la gratuidad en favor del ser humano
pecador.
Mientras
los fariseos y maestros de la ley se mantienen a distancia de los pecadores por
fidelidad a la Ley (véase, por ejemplo, lo que dice Ex 23,1, Sal 1,1; 26,5),
Jesús anda con ellos, come y bebe y hace fiesta con ellos (Lc 15,1-3). Lo
que choca a los maestros de la ley no es que Jesús hable del perdón que se
ofrece al pecador arrepentido. Muchos textos del Antiguo Testamento hablaban
del perdón divino. Lo que sorprende radicalmente es la forma en que Jesús
actúa, el cual en lugar de condenar como Jonás o Juan Bautista, o exigir
sacrificios rituales para la purificación como los sacerdotes, come y bebe con
los pecadores, los acoge y les abre gratuitamente un horizonte nuevo de vida y
de esperanza.
Esto
es lo que las parábolas quieren ilustrar; su objetivo primario es mostrar hasta
dónde llega la misericordia de ese Dios que Jesús llama “Padre”, una
misericordia que se refleja y se hace concreta en el corazón de Jesús, o sea en
el principio que orienta y determina la conducta de Jesús frente a los
pecadores.
Con
toda probabilidad la parábola se inspira en la imagen del “pastor” tan presente
en muchos textos del Antiguo Testamento: “Escuchen, naciones, la palabra del
Señor; anúncienla en las islas lejanas; digan: El que dispersó a Israel, lo
reunirá y lo guardará como un pastor a su rebaño” (Jer 31,10). En la Biblia la
imagen del pastor es usada para hablar del cuidado que tiene Dios por su
pueblo, mientras las ovejas descarriadas representan a todos aquellos que se
han alejado de Dios: “Yo mismo apacentaré a mis ovejas y las llevaré a su
redil, oráculo del Señor. Buscaré a la oveja perdida y traeré a la descarriada;
vendaré a la herida, robusteceré a la débil...” (Ez 34,15-16).
En
las dos parábolas se desarrolla el tema de la conversión de los pecadores, que
tiene lugar en el encuentro con el mensaje y la persona de Jesús que busca a
todos los que se han alejado de Dios. El “pecador convertido” del que se habla
representa a los publicanos y pecadores que han venido a escuchar a Jesús, a
diferencia de los fariseos y escribas que murmuran de él y se quedan lejos (Lc
15,1-2).
Las dos parábolas insisten en la alegría que
Dios siente cuando un pecador se convierte. En la primera parábola, la oveja
descarriada se pierde “fuera” de casa; en la segunda, la moneda se pierde “dentro”
de casa. Los cercanos y los lejanos tienen necesidad de ser buscados y
encontrados por Dios. “Todos hemos pecado” (Rom 3,23), dirá San Pablo. Jesús
proclama el gozo de un Dios que busca al ser humano para devolverle la vida.
Aquella oveja y aquella moneda tienen en común una sola cosa por la cual son
objeto del amor misericordioso de Dios: ¡oveja y moneda estaban perdidas!
No hay comentarios:
Publicar un comentario