Cuando Dios quiso revelarse al hombre como misericordia plena no buscó otra imagen, otra mediación, que el mismo hombre, mejor dicho, aquella «oscura promesa del ser humano»[1], aquel «algo radicalmente divino»[2], aquella invitación a la realización plena en la felicidad, sembrada en el seno mismo de la naturaleza humana. A partir de allí se desencadenó un proceso que culminaría en Cristo, la revelación plena, a la vez, de Dios y del hombre. El hombre había sido creado como anuncio del «Hombre futuro» (Rom 5,14), para que apareciera Cristo, el pre-existente. Por Cristo todo fue creado y todo existe para llegar a Dios a través de Cristo; por eso, todo hombre lleva en sí una huella divina; todo hombre fue y sigue siendo una promesa profética de Cristo[3] y una proyección histórica de Cristo. En otras palabras, por Cristo se reveló el misterio pleno del hombre. Por consiguiente, cualquier camino hacia Dios, cualquier proyecto de santidad, que no gire sobre este gozne -Cristo- y pretenda otras mediaciones, es idolatría.
El N.T. presenta a Jesús como «el Santo de Dios» (cf. Lc 4,34; Mc 1,24; Jn 6,69; Hech 7,56), o sea, como quien purifica el mundo capacitándolo para glorificar a Dios. El une el universo de las cosas, de las personas y de la historia al «Todo Santo», y al unirlo lo santifica. Porque para la Biblia, todo lo que se relaciona con el Santo se vuelve santo por participación o contagio: el pueblo, el templo, los objetos sagrados, la tierra, las personas, etc. La santidad no puede considerarse desvinculada de Dios, fuente única de toda santidad: «¡Tú solo eres santo!». Y nadie puede entrar en contacto con El sin contagiarse de El.
Porque el N.T. también nos muestra a Jesús como el que existía sólo para y por los demás, el Padre y los hombres. Así, Hechos 10,38 sintetiza su ministerio en una sola frase: «el que pasó haciendo el bien»; y todo el N.T., en sintonía con la gran tradición profética del A.T., nos explica cómo fue ese «pasar haciendo el bien». La carta a los Hebreos, por su parte, muestra, a Jesús, de manera sistemática, como el hombre fiel a Dios y a los hombres, cercano y solidario con ellos en la misericordia, ya que «no se averguenza de llamarlos hermanos» (Heb 2,12).
Y esta conducta no fue sólo expresión de su alma noble, sino una verdadera revelación; así se reveló, definitivamente, el verdadero nombre de Dios: él es el «Abbá», o sea, un Padre de bondad, ternura y misericordia. El es el «Padre santo» (Jn 17,11) y el «Padre justo» (Jn 17,26). Como «Padre santo» rompe las estrecheces de la creación, quiebra todos nuestros moldes; como «Padre justo» es el Dios que se compadece de nuestra pequeñez y planta su tienda entre nosotros, el Dios que nos ofrece su Reino. Ambas expresiones -abbá y la cercanía del Reino de Dios- vienen a significar, en la enseñanza de Jesús, lo mismo: que Dios es amor absoluto, gratuito e incondicional; es decir, que ama sin exigir condiciones previas para que su amor pueda darse, porque es puro don; y que El es siempre quien ama primero, sin que las actuaciones concretas de los hombres puedan alterar su amor (cf. Mt 5,46-47 y Lc 6,33).
Por eso los evangelios comienzan diciéndonos que Jesús es el «Dios con nosotros» y luego nos muestran su existencia enteramente dedicada a insertar la bondad de Dios en la historia y condición humana; incluso para explicitar el misterio de Cristo -su cruz y resurrección- se ven forzados a narrar lo concreto de su vida, su «ser como nosotros», presentándolo como un auténtico evangelio del Padre de las misericordias. «El anuncio de Jesús sobre el Padre resume de modo personalísimo la totalidad de su mensaje»[4]. Y lo que él nos revela, con sus obras y palabras, es que el Padre tiene corazón: a ello estuvieron encaminadas las parábolas de la misericordia, las bienaventuranzas, y muchos otros signos en la palabra y las acciones de Jesús.
La Buena Noticia
Es así como el mismo Jesús se constituye en buena noticia para el hombre, no sólo por su oferta de salvación y su mensaje sino por su misma persona, por ser como fue y actuar como actuó. El mayor de todos sus signos fue él mismo. El que haya sido uno de nosotros -«un poco menor que los ángeles» (Heb 2,9)-, el que haya participado de nuestra debilidad y podido compadecerse de nuestras flaquezas, el que como nosotros haya tenido que aprender obediencia y pasar por el clamor y las lágrimas, es ya, en sí, -según la carta a los Hebreos-, una estupenda noticia, que anima y alienta, que produce alegría y esperanza. Por eso, para animar a sus lectores en la vida cotidiana, el autor no encontraba nada mejor que pedirles tener «los ojos bien fijos en Jesús» (Heb 12,2).
La realidad en la que Jesús vivió era una realidad de opresión y sufrimiento, y ante ella su reacción primaria fue la misericordia. Misericordia expresada, primero, en un decidido rechazo a esa realidad que hacía sufrir injustamente a tantos y, luego, en la voluntad de erradicarla. El sufrimiento del hombre se le hacía intolerable; por eso reaccionaba como reaccionó: con signos de superación de ese sufrimiento (milagros, exorcismos, acogida a los pecadores, etc.), con denuncias y desenmascaramientos de la realidad opresora -a todos los niveles-, con exigencias de una fe transformadora...
Esto ya era una gran noticia: había aparecido el hombre de la misericordia. Pero lo era más que se tratara de una misericordia sin condiciones, no motivada por ninguna otra cosa, salvo por el sufrimiento del hombre. Esto no es frecuente, ya que puede haber muchas expresiones de misericordia; pero la que se ejercita por sí misma sin ningún otro interés, con total gratuidad, no abunda. Lo normal es que, en el ejercicio de la misericordia, los hombres y las instituciones busquen, además del bien ajeno, "también" su propio provecho, incluso cuando hablan de "liberación". Que la misericordia sea lo primero y lo último, y que a ello se supedite lo demás y no a la inversa, que por ella se corran riesgos, que en definitiva se dé el amor únicamente al otro, no es algo frecuente. En Jesús, sí: en él la misericordia era lo primero y lo último, se justificaba en sí misma y por sí misma, y a ella había que supeditarlo todo, hasta la santidad. Mejor dicho, ella era la santidad[5]. La suya y la de los demás. Y, de esa manera, el mensaje profético del A.T. se confirmaba: Dios realmente es misericordia.
¿No sentimos cómo se transparenta ya en toda esta teología el mensaje de Juan Eudes, el misionero de la misericordia?
¿No sentimos cómo se transparenta ya en toda esta teología el mensaje de Juan Eudes, el misionero de la misericordia?
[1] GONZALEZ FAUS J.I., Op. cit., p. 86.
[2] Cf. arriba, nota 3.
[3] Cf. SEIBEL W., en Mysterium Salutis II, 2, 904.
[4] W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Salamanca 1985, p. 171.
[5] Cf. J. SOBRINO, «¿Es Jesús una buena noticia?», en Sal Terrae, 960 (1993), 595-608.
No hay comentarios:
Publicar un comentario