El hombre es animal de símbolos, su vida está llena de signos y de símbolos. Es decir, esas formas originales pero válidas y extraordinariamente expresivas de lenguaje, que trascienden toda otra palabra hablada o escrita. Por eso, ayudan a percibir y a comunicar lo que no es posible captar y traducir o expresar de otro modo.
Del signo -y, particularmente, del símbolo- se puede afirmar lo que Vicente Huidrobo afirmaba del verso: que es una «llave que abre mil puertas». Porque puede suscitar, despertar y ofrecer incontables sugerencias y vivencias. Cuando ofrecemos una flor, por ejemplo, no es su materialidad lo que importa sino lo que con ella queremos expresar: amor, cariño, gratitud... Cuando encendemos una vela ante una imagen, tampoco son la llama o la cera derretida lo valioso, sino la fe que así queremos manifestar.
Del signo -y, particularmente, del símbolo- se puede afirmar lo que Vicente Huidrobo afirmaba del verso: que es una «llave que abre mil puertas». Porque puede suscitar, despertar y ofrecer incontables sugerencias y vivencias. Cuando ofrecemos una flor, por ejemplo, no es su materialidad lo que importa sino lo que con ella queremos expresar: amor, cariño, gratitud... Cuando encendemos una vela ante una imagen, tampoco son la llama o la cera derretida lo valioso, sino la fe que así queremos manifestar.
El signo y el símbolo no sólo son muy expresivos sino que constituyen un lenguaje verdaderamente universal, que cualquiera puede entender; son como «palabras naturales de todas las gentes», afirmaba san Agustín[1]. Lo definió muy bien la Comisión Bíblica Pontificia:
«El lenguaje simbólico permite expresar zonas de la experiencia religiosa que no son accesibles al razonamiento puramente conceptual, pero que tienen un valor para las cuestiones de verdad»[2].
Y ello porque, como es ya bien reconocido, sólo el "lenguaje simbólico" es capaz de aproximarse y adecuarse referencialmente al mundo de lo sagrado e inefable, merced a la típica dialéctica por la que viene definido todo lenguaje simbólico: el símbolo transforma los objetos en otra cosa distinta de como aparecen a una primera visión profana; traspasa las fronteras concretas de lo de abajo para, en su más exacto límite, hacerlo contactar con lo supremo; reúne las múltiples zonas de la realidad confiriéndoles una cierta unidad fundamental y de orden superior[3].
El símbolo es, pues, el lenguaje de la evocación y de la excedencia. Proyecta hacia lo más profundo y recóndito, hacia lo más trascendente de la realidad: un sistema de indirecto pero verdadero conocimiento, en el que lo significante y lo significado tratan de hacer desaparecer esta cierta dicotomía o "corte" entre la dimensión más honda y esa otra. más patente. de la realidad[4]. Más que de explicación conceptualizadora, el símbolo es un modelo de implicación existencial: proyecta hacia una relación total y una participación más plenaria en lo real.
De ahí la razón del símbolo religioso. Eliade diría que, además de revelar múltiples significados estructurales coherentes, el símbolo religioso integra las realidades heterogéneas dentro de un "sistema". Por eso tiene más de implicación que de explicación. O, si se quiere, es un modo de explicación que implica. Y lo hace proyectando el espíritu hacia una más honda relación y participación en lo real.
Concretamente, la simbolización religiosa vincula o emparienta con lo sagrado, religa cohesiva, unificada y amorosamente con esa proto‑realidad significada por lo numinoso, frente a la cual la existencia humana no puede menos que saberse comprometida, como confiesa M. Eliade[5].
Sin lugar a dudas, san Juan Eudes fue un hombre especialmente hábil en este uso de los símbolos. Bastaría con recordar el del corazón, del que estamos hablando.
El gran símbolo humano
Ahora bien, ningún signo y ningún símbolo humano es más universal y expresivo que el corazón. Cuando queremos hablar del «centro» de algo o de alguien, empleamos la palabra corazón. Cuando intentamos expresar el amor más profundo y más intenso, decimos: «con todo el corazón». En el lenguaje cotidiano amor y corazón se han hecho casi sinónimos.
Según la Biblia la palabra “corazón” -que aparece 858 veces en los textos del A.T. y 148 veces en el N.T.- expresa el núcleo vivo de la persona y, desde allí, representa a la persona misma, toda entera, pero contemplada en su máxima interioridad[6]. Remite al centro de toda la vida psíquica y moral del hombre, al eje en torno al cual gira todo lo que es y todo lo que hace, a la raíz misma de la personalidad, al hontanar más hondo de la vida, al centro ordenador de la existencia, a la fuente viva del pensar, del querer y del amar. Sobre todo a esto último, pues el núcleo vivo de la persona, su urdimbre, su entramado más profundo, su tejido primordial, es la capacidad y necesidad de amar y de ser amado, aspectos todos que recoge la simbólica del corazón.
En tal sentido, el corazón se convierte en sumario de la persona pero asumida desde el núcleo de su interioridad. Ninguna otra palabra puede describir con mayor riqueza y elasticidad la interioridad del hombre; por eso es el lugar donde Dios habita, donde Dios vive, actúa y se comunica, donde el Espíritu Santo realiza sus operaciones más secretas y profundas.
No debe sorprendernos, entonces, que la palabra corazón sea un vocablo primordial en todos los idiomas: una de esas palabras que merecen la calificación de «primeras» y de «mayores» en el lenguaje universal y, por lo mismo, en todas las relaciones humanas; una de esas palabras originarias que, como anota K. Rahner, en el lenguaje humano «sirven de conjuro», pues son capaces de unirlo y condensarlo todo[7]. Al preguntarse cuál sería, en la teología y en la espiritualidad cristianas, esa palabra originaria, Rahner se responde:
«No hay ninguna otra. No se ha pronunciado ninguna otra palabra que la de Corazón de Jesús»[8].
En pocas palabras, el símbolo del corazón es bueno porque nace de la propia vida y es válido porque sintoniza bien con la entraña misma del mensaje cristiano que es el amor. Lo que en definitiva constituye su valor simbólico es que se presta para expresar las profundidades misteriosas de esa «interioridad mutua» que es la lógica propia del amor y, más aun, la de la vida divina, puesto que Dios es amor.
Y es lo que Juan Eudes lo ha sabido compendiar y expresar tan claramente en su doctrina sobre los corazones de Jesús y de María. Como lo iremos viendo posteriormente.
[1] SAN AGUSTIN, Confesiones, 1, 8, 13.
[2] Comisiòn Bíblica Pontificia, L'interpretation de la Bible dan l'Eglise, Roma, Libreria Editrice Vaticana, 1993, p. 54.
[3] Ver F. Boasso, El misterio del hombre, Buenos Aires 1965, 88.
[4] Ver G. Durand., De la mitocrítica al mitoanálisis, Barcelona 1993, 18
[5] M. Eliade, Iniciaciones m¿sticas, Madrid 1986, 134. No deJa de ser sorprendente comprobar cómo Jung desde la psicologia profunda, llega a Las mismas conclustones, en el orden subjetivo. El s¿mbolo tiene un carácter "totalizador": com‑prende lo consciente y lo inconsc~ente, el future y el pasado, y Los un~fica en un presente actflahzado. Se impone de golpe con una mistenosa fasc~nac~on, hiriendo todas Las esferas del esp~ritu (ver C.G. Jung, El hambre y sus s¿mbolos, Barcelona 1977).
[6] Cf. ALONSO, Severino M.,
[7] K RAHNER, Devoción al Corazón de Jesús, en Escritos de Teología» Madrid, 1967, t. Vll, p. 519.
[8] K. RAHNER, ib., p. 521.