jueves, 2 de febrero de 2017

Misericordia que reclama misericordia

No debe extrañarnos que el tema de la misericordia haya pasado a ser uno de los leitmotifs de la existencia cristiana en nuestros días. A ello han llegado tanto la teología como la espiritualidad por diversos caminos, enriqueciendo maravillosamente la reflexión y la praxis.
Y no es que la misericordia, en cuanto realidad, sea algo novedoso; desde sus inicios la Iglesia ha visto en lo que tradicionalmente se llamaba «obras misericordia» un test fundamental para valorar la sinceridad del compromiso cristiano. Lo que es relativamente nuevo es la riqueza en la reflexión y la mayor comprensividad del valor misericordia. Algunos hablan de «principio misericordia»[1].
Como hemos visto, la concepción de Dios como Misericordia hunde sus raíces, firmemente, en el A.T. Sobre todo la reflexión profética y sapiencial fue, paulatinamente, afincando en la conciencia del pueblo judío la certeza de que Dios, por así decirlo, tenía corazón; en otras palabras, era fundamentalmente amor, entrega y salvación gratuita, se compadecía hondamente de los dolores del pueblo. 
Sobre esta convicción, ya madura, Cristo construyó todo su Evangelio. Y de allí tomó la Iglesia los fundamentos de una praxis cristiana que, durante los primeros siglos, fue una experiencia universal y constante de amor y servicio. Sólo tardíamente comenzó a ponerse mayor énfasis en el cumplimiento de la ley que en la vivencia de la misericordia.
Ahora estamos recobrando la convicción de los inicios. Y es que la bendición de Dios, realizada originalmente en el bautismo, con la solemnidad de una alianza eterna, ha de ser, por fuerza, algo real en el hombre. Por eso, debe haber una manera de amar cristiana, evangélica. Es imposible que la bendi­ción de Dios sea un camino cerrado, sin itinerario ni aprendizaje practica­bles. Ha de haber un nivel espiritual, propio del Reino de Dios, donde sea po­sible amar sin egoísmo, sin voluntad de poder, sin libidinosidad, tal como Jesús amaba a los suyos. Este camino no puede ser un simple ideal irreali­zable, en la hipótesis de que sea verdad que Dios quiere hacernos felices haciéndonos santos. 
De esta manera el cristiano, al reproducir la esencia de un Dios que es esencialmente «agapé», amor y misericordia, un Dios que crea, que constantemente regenera y que salva (cf 1 Jn 4,8.16), se hace a sí mismo amor y recupera su identidad verdadera: porque su patria es el amor. 
Las afirmaciones de Juan Eudes en este sentido adquieren especial contundencia: «...el amor que le tenemos al prójimo es la medida justa del amor que le tenemos a Dios: si tenemos mucho amor al prójimo, tenemos mucho amor a Dios; si tenemos poco de aquel, tenemos poco de éste; si el amor al prójimo no está en nuestro corazón, tampoco lo está el amor a Dios: “quien odia a su hermano, afirma san Juan, y dice que ama a Dios, es un mentiroso”(1Jn 4,20)»[2].




[1] Cf., por ejemplo, la excelente obra de J. SOBRINO: El principio-misericordia. Bajar de la cruz a los pueblos crucificados, Sal Terrae, Santander.
[2] OC, V, 322.

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