Porque en definitiva somos capaces de Dios. Más allá de ese mal que nos abruma está la misericordia salvadora de Dios que quiere sacarnos del abismo, una misericordia creadora que ha envuelto al hombre desde antes de su historia y que la Biblia ha recogido en el mito arcaico del Paraíso, que, como anota González Fáus, es «simplemente la imagen y semejanza divinas del hombre»[1]. Al propio hombre le toca evitar que ésa que pudiéramos llamar «vocación al Paraíso» se frustre; de ahí su responsabilidad histórica.
Parece hora, entonces, de que nos dejemos ya de fantasías y volvamos nuestra mirada a las realidades vivas de Dios y de su plan de salvación que es lo que realmente importa: Dios-Padre de las misericordias, de quien todo procede; Jesucristo, el enviado del Padre, Dios y hombre verdadero, Palabra definitiva del Padre y Salvador universal; Espíritu Santo, promesa y don del Padre y del Hijo, que habló por los profetas y sigue hablando en la Iglesia y en el mundo de hoy, que actualiza y nos descubre el sentido de las palabras de Jesús; Iglesia de Jesucristo, comunidad de salvación, que tiene como misión anunciar a Cristo muerto y resucitado y está al servicio de todos los hombres; y el hombre, con sus grandezas y sus miserias, en su origen y desarrollo, social e históricamente situado.
Al fin y al cabo, estamos «programados» para la vida, para la ascensión, para Dios. Y, como decía Tomás de Aquino, «forzaría a la piedra quien le impusiera una fuerza superior a la gravedad para que la piedra subiera, en lugar de caer; la transformaría, en cambio, quien hiciera que la piedra no tuviera gravedad»[2]. El hombre hace parte de aquella creación que Moltmann calificaba como de «sistema abierto» y que nos habla de una criatura que es siempre «posibilidad de»[3]. Incluida esa posibilidad tan increíble que nos des-vela Cristo: la de ser como Dios.
A quien sólo mire la letra y se olvide del Espíritu que da vida, le ocurrirá lo mismo que a los judíos de tiempos de Jesús, que leían a Moisés y las Escrituras, pero no los entendían. Un velo les impedía ver su sentido. Sólo con Cristo se rasga ese velo (cf. 2 Cor 3,14-18) y se puede ver que, gracias a El, todos tenemos «capacidad para ser como Dios» y para hacer real el gran desafío que él mismo nos lanzara. Porque -escribe González Fáus- el hombre «es barro y vocación de Dios»[4]. Y sólo el amor misericordioso de Dios, su agapé, puede hacer que el barro se convierta en Dios, sacar perfección de la nada, y lograr que el hombre-miseria sea un hombre-santo. Sólo para eso el Verbo se hizo carne, renunciando a ser Dios.
De esa convicción, que ya había madurado Juan Eudes, le nació aquella bella oración: «¡Nada quiero, y lo quiero todo; Jesús es mi todo: fuera de él todo es nada; quítame todo, pero dame ese solo bien; y todo lo tendré, aunque no tenga nada». SAN JUAN EUDES[5].
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