miércoles, 26 de octubre de 2016

Un Dios sólo y todo corazón


Según el evangelio Dios es Amor constitutivamente. De esta verdad Juan Eudes, abrevado ya en esa dinámica de la misericordia que, desde los profetas, recorre el Antiguo y el Nuevo Testamento, supo extraer su gran descubrimiento: nuestro Dios es un Dios con corazón. Y no cualquier corazón, sino un corazón-todo-misericordia. Un corazón que sabe recibir y acoger las miserias de los demás hasta el punto de que se le imprimen e insertan en lo más profundo de su ser.
Como contemplativo que era, como místico enamorado de Dios, Juan Eudes veía a Dios como el Padre de las misericordias, fuente de todo bien, de toda vida, de todo amor: «Adoramos en el Padre eterno dos grandes perfecciones que serán eterna­mente objeto de nuestra adoración y de nuestras alabanzas en el cielo; la primera es su divina paternidad... la segunda es la que toma de la Escritura cuando se llama 'el Padre de las misericordias y el Dios de todos los con­suelos' (2 Cor 1,3), para hacernos ver que El lleva todas nuestras miserias en su corazón y que tiene un deseo infinito de hacernos partícipes de su fe­licidad eterna».
De allí que, por más herido y golpeado que esté, por más hundido que se encuentre en el pecado, el hombre siempre es la alegría de este corazón que late, de  este Dios que lleva todas nuestras miserias en su corazón y que tienen un deseo infinito de hacernos partícipes de sus felicidades eternas.  Aquí está la gran profundidad de la manida frase de Bernanos: «Todo es gracia»; porque todo es camino para que Dios se aproxime al hombre. La peor de las debilidades puede llegar a ser «la alegría de Dios» cuando la asume en «su corazón que late». Porque «Dios es amor». Y es ese amor de Dios el que ha podido realizar la increíble transmutación del barro humano en capacidad de Dios. Dios es -dice Juan Eudes- «una perfección que mira las miserias de la criatura, para aliviarlas y hasta para liberarla de ellas...». Y en otro lugar comenta: «Dios venció nuestra malicia con su bondad y poder infinitos». 

En este contexto se entienden muy bien aquellas palabras de Teilhard de Chardin que ilustran y ahondan el camino eudiano: «Siento una especie de paz y de plenitud al verme avanzar dentro de lo desconocido, o, con más exactitud, en el seno de lo que resulta indeterminable en virtud de nuestros propios medios. Mientras vivimos en la zona de los elementos que dependen de nuestra libertad o de la de los otros hombres, tenemos la ilusión de que nos bastamos, y me parece que es entonces cuando nos estamos moviendo dentro de la enorme pobreza. En cambio, en cuanto nos sentimos dominados y zarandeados por un poder que nada humano sería capaz de controlar, experimento, casi físicamente, que Dios me agarra y me abraza más estrechamente, como si delante de mí desapareciera el camino y a mi lado se desvanecieran los hombres en su impotencia para una ayuda eficaz, y sólo Dios se hallara delante y en torno, espesándose a medida que uno avanza, me atrevería a decir». 

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