domingo, 23 de octubre de 2016

HIJOS DE DIOS AL ESTILO HUMANO-DIVINO

A partir del amor humano
Para Juan Eudes, el amor de Dios es una hoguera infinita e imposible de entender y abarcar. Y, sin embargo exclama: El abismo de mis miserias atrae al  abismo de sus misericordias». (OC III, 491).
Por otra parte, no podríamos entender a Dios como amor si nosotros no supiéramos nada de lo que es amar: ¿cómo podríamos reconocerlo en el caso de que se nos llegara a revelar? ¿Cómo podríamos situar en el cuadro de nuestra propia experien­cia aquello que se nos revela como el mayor Amor, si no supiéramos ya lo que es amar? Porque sólo amando se puede experimentar lo que es el amor. Para reconocer y para acoger al amor más grande es preciso que tengamos una experiencia previa o comprensión inicial, así sea imperfecta, de lo que es el amor. Sólo el que ha experimentado el amor humano real, en cualquier da sus formas, podrá vislumbrar lo que significa el amor divino.
En otras palabras, este pobre amor humano nuestro, a veces tan hermoso y noble, y, tantas veces más, impuro, maltrecho y condicionado, aun siendo así nos puede ayudar a entender lo que significa que Dios es amor.  Por lo tanto, la persona cerrada al amor que se cierra al amor, incluído el humano, se cierra también a la comprensión de Dios como Amor.
Los expertos están de acuerdo en que, al afirmar esto -«Dios es amor»,- la Primera Carta de san Juan no quiere decir «Dios es pasión», o «Dios es deseo», sino «Dios es agapé», o sea «amor de benevolencia, que se derrama dándose a sí mismo»; algo así como la madre que sale de sí misma y se entrega a su hijo, pensando tan sólo en el bien del hijo, y que se hace toda ella amor para su hijo. 
Aunque imperfecta y sólo aproximada es ésta una hermosa analogía de cómo funciona para el hombre la misericordia de Dios, o el Dios-Misericordia... Así, el «Dios es Amor» (l Jn 4,8.16) representa la revelación esencial de Dios. Su ser y su quehacer sustantivo. Su misma naturaleza y la razón última de su comportamiento con nosotros.

Amor de Padre y Madre
A  Juan Eudes escribe: «La misericordia ha querido que el Hijo de Dios se hiciera hombre como nosotros,  mortal y capaz de sufrir como nosotros… que muriera en una cruz… que el Hijo único de Dios se hiciera hijo de hombre, para hacernos a nosotros hijos de Dios» (OC VII, 109).
¿Pero qué quiere decir que «Dios es Padre»? También aquí debemos apelar a las analogías.  Padre es el que comunica su propia vida a los hijos. Afirmar que «Dios es Padre» significa, entonces, que el ser - vida, Amor- de Dios es expansivo y se comunica per­sonal y gratuitamente hasta llegar a ser la propia vida del hijo. Fue esto lo que se realizó, en primer lugar, en la persona de Jesús, el Hijo primogénito: «Todo me ha sido dado por el Padre» (Mt 11,25 ss.). Pero también se da en cada uno de nosotros: Dios, como Padre, nos comunica su propia vida divina a cada uno de los hombres para que vivamos como hijos suyos. Queriendo como quiere a su propio hijo Jesucristo, Dios nos quiere a todos como hijos en el Hijo e imágenes suyas. Su voluntad es que nadie se pierda (Jn 6,39; 18,9; Rom 8,29).
El amor paternal de Dios es la razón y raíz de su soberanía universal: «Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano» (Is 54,7). De ahí que ser hijo de Dios equivalga a obedecerle cumpliendo los preceptos de  su alianza: «Honre el hijo a su padre, el esclavo a su amo. Pues si yo soy padre, ¿dónde queda mi honor? Si yo soy dueño, ¿dónde queda mi respeto?» (Mal 1,6).
 Pero vale la pena subrayar, aunque sea de paso, que el amor de Dios, tal como se muestra en sus analogías humanas, y tal como es descrito en la Biblia, une el talante masculino, cuya expresión es la fidelidad y la responsabilidad, con el femenino, expresado como aco­gimiento y ternura. Entonces, no es simple gancho retórico el hablar del amor maternal de Dios: la paternidad divina no debe entenderse en el sentido exclusivo de paternidad masculina; es también maternidad.
Y esa paternidad-maternidad de Dios es el fundamento de la fraternidad universal: «¿No tenemos todos un solo padre?; ¿no nos creó un mismo Dios?; ¿Por qué uno traiciona a su hermano profanando la alianza de nuestros padres?» (Mal 2,10).
Es así como Dios mismo se convierte en garante de la fraternidad humana: «Padre de huérfanos, protector de viudas, es Dios en su santa morada» (Sal 68,6). En consecuencia, la misericordia -expresión suprema de la fraternidad- se convierte en piedra de toque de la filiación pues es allí donde se puede constatar quién es o no es hijo de Dios: «Sé padre para los huérfanos y marido para las viudas, y Dios te llamará hijo, tendrá piedad de ti y te librará de la fosa» (Eclo 4,10).

«En esto conocerán todos que ustedes son mis discípulos en que se amen unos a otros como yo los he amado» (Jn 13,35).

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