lunes, 24 de octubre de 2016

Dios es un Corazón que late en Cristo

El tema central de todo el N.T., muy en especial de todas las obras del apóstol Juan, consiste en afirmar que el Amor se ha hecho visible en Jesús, el Hijo de Dios que asume nuestra carne: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único» (1 Jn 4,9; cf. Jn 3,16). Porque su misericordia esencial no le permite a Dios darse jamás por vencido: su proyecto fiel es hacer un hombre feliz, pleno, realizado; por eso a la miseria del hombre respondió con el misterio de la Encarnación. Cristo es la gran respuesta de Dios al hombre: «el abismo de mis miserias ha atraído el abismo de su misericordia», canta sorprendido Juan Eudes en su Magníficat.
Por consiguiente, la frase «Dios es Amor» más que una definición es la narra­ción de esta manifestación visible e histórica del Amor divino al mundo. En esto consiste de verdad el amor de Dios: en la Encarnación y en la Pascua de Jesús. Aquello que se hizo visible en la historia, que incluso se pudo pal­par, fue la presencia substancial del Amor infinito e inenarrable de Dios, su Palabra definitiva. Recordemos que la revelación no pretende decirnos tanto lo que Dios es en sí mismo, en su íntima naturaleza, cuanto lo que él es para nosotros. Tal es el sentido de la Biblia, que no es un libro de teología, sino la historia de un amor el de Dios a nosotros. Se nos manifiesta como Amor en la persona de Jesucristo, en su vida, en su palabra y en su muerte: Jesús es la epifanía suprema y decisiva del amor que Dios es y del amor que Dios nos tiene. Jesús es el Amor de Dios hecho visible. La Encarnación es la revelación máxima y la prueba más fe­haciente del Amor de Dios (Jn 3,16).
Pero el Amor de Dios al hombre es, como hemos dicho, agapé, misericordia, o sea, amor gratuito, personal y entrañable (cf. Ex 34,6; Os 11,8; 2 Cor 1,3; Lc 6,30). Cristo fue la revelación de la Misericordia que es Dios: en Cristo y por Cristo se hace particularmente visible Dios en su misericordia... Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la miseri­cordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábo­las, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se le hace concretamente "visible" como Padre rico en misericordias. Más aún, «hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es, en la conciencia de Cristo mismo, la prueba fundamental de su misión de Mesías.
Y como decía Juan Eudes, “la divina misericordia es una perfección que mira las miserias de la criatura para aliviarlas, incluso para librarla de ellas cuando sea conveniente según lo decida la divina Providencia» (O.C. VII, 7).
Por eso, con E Jun­gel, podemos afirmar que el «Dios es amor» no es un puro enunciado ló­gico ni siquiera metafísico, sino la constatación histórica de que Dios se revela del todo en su Hijo que muere en la cruz. Y, al revelarse, se esconde en el silencio, para dejarse encontrar por quienes lo buscan y contemplan en el amor. 
De manera equivalente: la imagen viva y substancial de Dios es ese hombre, Jesús, entregado hasta el extremo –morir crucificado-, con quien el Padre se identifica. Y según el Espíritu, todos los pobres y humilla­dos de la tierra, aparecen ya configurados por la imagen de ese hombre. Porque en la cruz se oyó el gran grito, la gran Palabra, de un Dios que por amor se entregaba al hombre. En esa Palabra resonó el Amor. En esa Palabra se nos comunicó la promesa, como una buena noticia generadora de alianza, que la vida del Espíritu Santo es más fuerte que el pecado y que la muerte. Y en esa Palabra, la dialéctica muerte-vida se resolvió para siempre a favor de la vida.
La En­carnación y la Pascua nos narran cómo Dios nos ha dado su Palabra amante que hace brotar la vida más alta: la del Espíritu. La hace brotar aun de la entraña misma del dolor y de muerte. Por eso, la historia del Amor (Rosmini) no se escribe desde el punto de vista de los vencedores sino de los que dan vida y son expoliados como Jesús. 
El lenguaje simbólico de la encarnación y de la pascua de Dios es un lenguaje que une el pasado de Je­sús con el futuro del hombre, con la nueva creación en el Espíritu: no sólo narra el ayer del Crucificado sino que se hace profecía y símbolo del mañana que esperamos: tal como lo simboliza la liturgia bautismal, es lenguaje de recuerdo y de esperanza.
Por eso el Evangelio es una noticia de amor, una «buena noticia»; y no está hecho a la medida del hombre, sino a la medida de Dios. Je­sús puede exigir amar hasta la locura, porque él recorrió el primero -y el único- ese camino hasta el final. Podemos captar toda la inmensidad del amor contemplando el amor del Padre revelado en Jesús. El es el hombre tal como lo soñó siempre Dios, po­bre, colmado de gracia, y glorificado porque llegó al colmo del amor: «La misericordia ha querido que el Hijo del hombre se haya hecho hombre por nosotros..., que haya muerto sobre una cruz..., para hacernos hijos de Dios», nos recuerda san Juan Eudes.
Y es que el Amor de Dios es el amor de ese hombre llamado Cristo Jesús, que dio su vida por sus amigos y que aparece, por tanto, como la imagen del Dios invisible, como su icono y su «Evangelio»: el Dios Amor se ha manifestado plenamente en el amor de Cristo. Esta verdad, tan querida, en su centralidad liberadora, para autores protes­tantes recientes, de la talla de J. Moltmann, W. Pannenberg, y E. Jungel,  ya había sido la espina dorsal del pensamiento de Juan Eudes, convencido de que si Dios se muestra así es por­que Dios es así.
Porque Juan Eudes supo ver cómo en la cruz no sólo se nos manifestó la misericordia de Dios para con los hombres, sino que, simplemente, ahí, en la Cruz, se manifestó Dios en sí mismo, tal como es, como amor pleno, identificado con el hombre humilde y humillado hasta una muerte ignominiosa. Ese punto -la Cruz de Cristo- es precisamente el punto de intersección donde se revela el Amor de Dios en sí mismo y para nosotros.

Este lenguaje enseña definitivamente que Dios existe amando. Que Dios no es un ser neutral, sino el mismo Ser Amor, que siempre se da y siempre retorna a los suyos, que son todos los hombres. Ahí, en esta intersección del ser y del amor, o sea, en la acción expansiva de quien se deja afectar por el otro, se inscribe la Cruz de Cristo para recordarnos que el ser verdadero es el amor y que el Ser mismo de Dios  es el Amor más grande. Ese lenguaje nos re­cuerda a todos que la existencia y la permanencia de Dios es, en realidad, su retorno y su autodonación. Dios vuelve siempre, como la madre, a donde están sus hijos: por eso lo hallamos en la vida, en la historia, en el lenguaje, en ese espejo de adivinar que es el amor fraterno, y en ese ámbito de reunión y de comunión que son los sacramentos. 
Y cada vez que la comunidad hunde sus raíces en el Amor que la trasciende, cuando Dios retorna en los mil repliegues del lenguaje de la predicación -narrativo, im­perativo, simbólico, orante y comunional- se produce un fenómeno especí­fico: prende y brota la fe en los hombres que han escuchado la Palabra gene­rosamente sembrada y gratuitamente diseminada, en todos los rincones del mundo.

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