viernes, 15 de abril de 2016

Jesús, única Palabra auténtica de Dios

Jesús no nos ha dicho «palabras» sobre Dios sino que él mismo es la Palabra-«Imagen» de Dios. No es el revelador sino la revelación; no es el mensajero sino el mensaje; no es el maestro sino la enseñanza. 
Por eso Ireneo puede llamarlo la «total novedad». Entonces, hablar del Dios de Jesús no significa exponer sus enseñanzas, como quien explica la noción de Dios en Hegel o en Santo Tomas. Jesús no dio lec­ciones sobre Dios sino que puso en juego a Dios: hizo de su vida entera una «exégesis» o una narración de Dios (cf. Jn 1,18).
Por tanto, lo que el Evangelio nos ha dejado no son formulaciones de Jesús sobre Dios, sino su experiencia de Dios. Quizás el término «experiencia» nos dé miedo porque nos cuesta comprender que el color no está en los objetos esperando que nosotros lo «veamos», o que la música no sale de las cosas a ver si nosotros la «oímos», sino que el color y la música son el fruto de nuestro en­cuentro con lo que dan de sí las cosas y que, sin nuestra acogida, nunca habría color ni música, sino sólo «ondas». Y si no entendemos eso, ¿cómo vamos a entender lo que significa que Dios «se revele» en la experiencia de una persona?
Pensamos que Dios se manifiesta sólo emitiendo Su Palabra, la cual queda ahí objeti­vada para que vayamos a oírla. Nos cuesta comprender que la revelación de Dios sólo es revelación cuando se nos convierte a cada uno de nosotros en una experiencia interior. Precisamente por eso, la revelación de Dios es «emergente»: va creciendo a medida que la con­ciencia del hombre se capacita para captar. Como la salida del sol. Al comienzo aun no se ve el sol, pero ya va habiendo luz: es la aurora. Luego se percibe parcialmente el sol. Y el término de todo ese proceso es el mediodía.
Jesús, pues, no revela a Dios dando clases o escribiendo tratados sobre El sino viviendo a Dios al vivir su vida humana. Por eso, si queremos saber lo que Dios sig­nificó para Jesús debemos aprender a asomarnos a la experiencia que despunta en los textos evangélicos o que va «amaneciendo» en ellos, hasta que se produce esa espe­cie de «mediodía» de Dios, que a veces nos ciega por demasiado deslumbrante. Y que sólo en Jesús pudo darse por cuanto sólo Él era ya «destello e impronta de Dios» (Heb 1,3).

La Palabra es misericordia
Entonces, Dios es aquello que llegó a ser en Cristo. Y lo que Jesús nos ha dicho es, básicamente, que Dios es misericordia infinita e incondicional. Por tanto, no debe­mos racionalizar ni conceptualizar a Dios: hemos de verlo, sim­plemente, como nos lo contó Jesús: como un corazón que late, como un Dios con entrañas. Como Alguien que se aproxima a nosotros en el reino de amor, como padre y como madre: «¿olvida una mujer al hijo que ha nutrido? ¿Deja de amar al fruto de sus entrañas?. Aun habiendo una que pueda olvidarlo, yo no lo olvidaré jamás» (Is 49,15). Esa fue la misión de Jesús: de­mostrarnos que Dios es así.
Todo lo que sabemos sobre la misericordia de Dios lo hemos experimentado en Je­sús de Nazaret. Él es «el Evange­lio que salva»[6], el gran samaritano de toda la histo­ria humana, cuyo mesianismo no fue el de los momentos espec­taculares sino el del amor sencillo y cotidiano, ése que se vive y se expresa en uno cualquier de los mu­chos caminos por los que el hombre «baja de Jerusalén a Jericó».
Por eso Cristo puede ser llamado “evangelio”, es decir, “buena noticia” del Padre. Él es la miseri­cordia de Dios hecha carne: «tanto nos amó que nos dio a su Hijo». Jesús es el rostro del Padre. El ser de Dios corresponde a su expresión en Cristo. Y Cristo es corazón, es misericordia, es perdón. El Cristo de las parábolas, el Cristo de los signos y mila­gros, el Cristo del compartir con los que sufren, es el ros­tro vivo, el icono perfecto de Dios (Col 1,15).
Al orientar su propia vida y su propia acción desde la óptica de la misericor­dia nos está diciendo que el Pa­dre es así: «Felipe, quien me ve a mí, ve al Padre». Su decla­rada opción por los pe­queños y olvidados (discurso en la sinagoga de Nazaret, curaciones, comidas, etc.) nos revela que el amor del Padre va so­bre todo a donde están las víctimas del desamor, de la injusticia, del su­frimiento, porque son ellos los que necesitan más mi­sericordia. Los que nada tienen, ni pueden, ni saben, los desprecia­dos, los que nada cuentan, los pecadores y los socialmente marginados, son los destinatarios principa­les del acercamiento misericordioso de Dios al hombre en Cristo.
Porque si alguna actuación o situación humana hay capaz de hacer surgir o crecer el amor de Dios, más allá de su esencial gratuidad, no será otra que la de los pecado­res, pobres, marginados y pequeños. En esto insisten las parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la dracma extraviada, y sobre todo aquella que pudiéramos llamar del «padre pródigo en amor» (cf. Lc 15): si a alguien Dios ama Dios, es a quien está más alejado de El y a aquellos que, como el niño, nada tienen y en nada se pueden apoyar, por lo que se hayan más abiertos y disponibles para recibir la gratuidad de Dios.

La experiencia de Jesús
Al invocar a Dios como padre, Jesús está expresando su propia vivencia de filia­ción[7]. Invocar a Dios como padre es una revelación que sólo él nos puede hacer: sólo él conoció a Dios como Padre, y ahora nosotros podemos conocerlo gracias a que él nos lo ha mostrado: «Todo me lo ha encomendado mi Padre: nadie conoce al Hijo, sino el Padre; nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo decida revelárselo».
Jesús no siente primariamente que Dios sea el padre de todos los hombres, sino que Dios es padre suyo. Percibe que una relación especial le une a él con Dios. De esto nos dan testimonio también los evangelios. Entre otros pasajes, Jn 20,17: el Se­ñor resucitado encarga a María Magdalena que transmita a los discípulos esta noti­cia: «Subo a mi Padre y su Padre, a mi Dios y su Dios», que ha de enten­derse en el sentido siguiente: el que hasta ahora era sólo padre mío, a partir de este momento lo es también de ustedes; el Dios que hasta ahora sólo yo conocía en su inti­midad, ahora lo conocen también ustedes.
La imagen de «padre» está coloreada en el mundo antiguo con una connotación que quizá no tiene en el nuestro. En nuestra cultura, el hijo ha de buscar su propia re­alización, con frecuencia de modo bien distinto a como lo hizo el padre. En el mundo antiguo, en cambio, hasta hace pocos siglos, el hijo debía ser como su padre había sido, desempeñar su oficio o cultivar el mismo campo familiar generación tras gene­ración. El timbre de orgullo mayor para un hijo era, entonces, llegar a ser como su padre. Pues bien, ese «ser como su padre» lo realiza Jesús del modo más excelente. No sólo nos dice que Dios es padre, sino que él mismo es el Hijo que nos revela al Padre, que nos lo da a conocer, porque es como él: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). Así, el amor absoluto de Dios Padre lo han visto nuestros ojos y lo han palpado nuestras manos en Jesús, que nos amó hasta el extremo, porque no hay mayor amor que dar la vida.
Padre es, pues, para Jesús quien lo ama y a quien se entrega en obediencia. Al re­velarnos esta doble dimensión de la paternidad divina, Jesús se sitúa en continuidad con la concepción de la teología de la alianza sobre Dios como padre amoroso de Is­rael, que siempre lo perdona y lo atrae hacia sí y, al atraerlo, lo remite al cumpli­miento de la alianza y al ejercicio de la fraternidad. Sin embargo, la discontinuidad tampoco se puede minimizar. En esto, como en todo lo demás, la lectura que Jesús hace del AT es una lectura peculiar, muy selectiva, orientada en el sentido de radica­li­zar y absolutizar el amor de Dios apenas tímidamente atisbado en algunos profetas de Israel y en la teología del Deuteronomio.
Que Jesús sienta a Dios como padre suyo significa, pues, que el anhelo de su vida es identificar su voluntad con la voluntad de su Padre: «no sólo cumplió todos los deseos del Padre y se sometió a él y a todo por amor a él, sino que también puso todo su gozo, su felicidad y su paraíso en ello: “Mi alimento es cumplir la voluntad de quien me envió” (Jn 4,34)»[8]. No es casualidad que la única vez que aparece el término arameo abbá en los evangelios (Mc 14,36) sea en el huerto de los olivos, cuando Jesús se entrega en confianza a la muerte obedeciendo la volun­tad del Padre, añadiendo: «Tú lo puedes todo, aparta de mí esa copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Jesús no debió de emplear con demasiada frecuen­cia, al menos a los oídos de otros, la palabra «padre» para dirigirse a Dios. El evan­gelista Marcos nos ha conservado el original arameo en la oración de Jesús en el huerto de los olivos, en el momento culmen de la entrega de Jesús a la voluntad de Dios. Preci­samente porque, entregándose a la voluntad de Dios en la plenitud de la confianza en él y en el abandono de su propia autoafirmación, es cuando Jesús per­cibe de modo más hondo a su Dios como su Padre[1].

Vivencia compartida
En los escritos de Pablo, el término «padre» aplicado a Dios aparece con abun­dan­cia -unas 40 veces-, y siempre en fórmulas que parecen tener detrás la vida litúr­gica de las primitivas comunidades: saludos en forma de bendición, de acción de gracias y alabanza, de confesión de fe, de plegaria, etc. Ello prueba que desde el co­mienzo las comunidades cristianas se dirigieron a Dios en su liturgia con la invoca­ción que Jesús les había enseñado. Incluso que adoptaron el arameo abbá, ya que Pablo lo recoge así en el texto griego de dos de sus cartas.
La iglesia primitiva era consciente de que bajo esa invocación se guardaba el nú­cleo de lo que Jesús había sentido de Dios y había revelado a sus discípulos. Con ella los discípulos del Señor resucitado expresaban la nueva relación con Dios en que se encontraban, relación que era la propia de Jesús, que él les había revelado con su vida y había hecho posible con su entrega. Las comunidades primitivas seguían así la en­señanza del Maestro, que en el padrenuestro los autorizaba a llamar a Dios «padre», haciéndolos así  participes de su forma de relación con Dios y, por tanto, de su vivencia de filiación: «El propio Jesús, y sólo él, es el que nos descubre a Dios como padre y nos enseña y nos faculta a orar diciendo: 'Padre Nuestro'»[9]. Nótese que tam­bién en la oración que Jesús enseña a los discípulos la invocación de Dios como padre aparece estrechamente vinculada a la petición por la llegada del reino.
Los términos «padre» e «hijo» son correlativos. Sólo hay padre si hay hijo, y vi­ceversa. No podemos asegurar que Pablo, al transmitirnos la invocación abbá como propia de los cristianos, tuviera presente el padrenuestro en la formulación que nos ha llegado en los evangelios. Pero sí podemos decir que tenía ante sí la conciencia de la primitiva comunidad de saberse hijos adoptivos de Dios, hijos en el Hijo, gracias al misterio de Cristo. Porque la invocación abbá, tal como Pablo la emplea recogién­dola de las comunidades primitivas, tiene algo de sacramental. El abbá no es una in­voca­ción que brote del corazón del hombre sin que el Espíritu de Jesús la haya puesto en sus labios, con lo que ese mismo Espíritu le transforma en hijo de Dios: «El Espíritu atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Rom 8,17).
Como decíamos arriba, el predicado «padre» aplicado a Dios no sólo habla de su amor incondicionado al hombre, que Jesús experimenta primero en sí mismo y que hace sentir a los suyos, sino que también dice algo de la relación del cristiano para con Dios, que aprende de Jesús a relacionarse con Dios como Jesús lo hace, bus­cando incansablemente hacer su voluntad.
Invocar a Dios como padre quiere decir, pues, orientar la propia existencia en obediencia filial. Ser hijo de Dios es tratar de parecerse a él y cumplir su voluntad. Y es que el hombre que se siente hijo de Dios, que sabe que Dios le ama sin condiciones, tras confiarse a él también sin condicio­nes, empieza a relacionarse con sus hermanos, los otros hombres, de modo parecido a como Dios lo hace (cf. Mt 18, 23-35). Ahí está la raíz de la conversión cristiana, de donde brota nuestra liberación, la situación en que nos encontramos, la libertad de los hijos de Dios.
Además, según la enseñanza de Jesús, Dios es el único padre de los hombres: «En la tierra a nadie llamen padre, pues uno solo es su padre, el del cielo» (Mt 23,9). Esto significa que sólo Dios nos ama con un amor sin condiciones, ya que es puro don; pero significa, sobre todo, que sólo Dios es aquel a quien el hombre debe una obediencia radical. Y si Dios es el único padre de todos los hombres, entonces las únicas relaciones realmente humanas son las fraternales. Si sólo Dios es padre, sólo Dios es soberano de todos, y ningún hombre es soberano de otro. Con ello queda anu­lada toda discriminación nacionalista, clasista o sexista: «Ya no se distinguen ju­dío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer...» (Gál 3,28). Todos los hombres, va­rones y mujeres, de cualquier pueblo o clase social, son entre sí hermanos y herma­nas, por­que en Cristo Jesús son hijos del mismo padre. Más aún, como decíamos an­tes, la piedra de toque que garantiza nuestra condición de hijos de Dios es la relación fraterna con todos los hombres. La acción del Espíritu nos transforma en hijos de Dios; pero esa transformación es simultánea con la de convertirnos en hermanos entre nosotros.
Por otra parte, al llamar a Dios «padre» nos entregamos en obediencia filial y llena de confianza a él. Pero resulta que llamar a Dios «padre» implica despojar de esa categoría a todos los padres de este mundo. Porque esa relación de confianza y obe­diencia con nuestro padre Dios no podemos trasladarla a ningún otro ser humano. Y es que, para que el símbolo padre pueda ser vivido de una manera cristiana, ha de ga­rantizar la fraternidad entre todos. Invocar a Dios como «padre» implica sabernos sus hijos y dejar que su Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, nos vaya poco a poco trans­formando en tales; transformación que no es algo distinto de ir llenando de fra­ternidad y misericordia toda relación entre los hombres, sean varones o mujeres.

[6]
 PDV19.
[7] Cf. E. SCHILLEBECKX, Jesús, la historia de un viviente.Madrid 1981, pp. 232-246.

[9] Cf. W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Salamanca 1985., p. 170.
[10]  Cf  R. TREVIANO, Comienzo del evangelio. Estudio sobre el prólogo de San Marcos, Burgos, 1971, p. 234.




[11] Cf. Y. Congar, «Dieu, qui envoie en mission», La Vie Spirituelle, 711 (1994), pp. 491-504.

No hay comentarios:

Publicar un comentario